Nunca pensé que estaría de acuerdo con nada que escribiese el veterano activista israelí por la paz Uri Avnery, pero lo cierto es que coincido plenamente con su reciente diagnóstico de que “la pura estupidez ha sido un factor importante en la historia de los países”, y de que al largamente sostenido rechazo a la solución de los dos Estados no le ha faltado su buena dosis de imbecilidad.
Pero ahí es donde acaba nuestro acuerdo. Porque, en vez de atender a la historia del conflicto palestino-israelí y extraer las conclusiones evidentes, Avnery se retira a los dominios contrafactuales de la fantasía en que lleva décadas viviendo. “Cuando apunté a esto [la solución de los dos Estados], justo después de la guerra de 1948, estaba más o menos solo”, escribe. “Ahora se trata de la posición dominante en todo el mundo, salvo en Israel”.
Dejando a un lado la vanidosa apropiación (indebida) de la solución de los dos Estados para un Avnery de 25 años, esa afirmación no sólo es infundada, sino lo contrario de la verdad. Lejos de ser reacios a la idea, los líderes sionistas aceptaron la solución de los dos Estados nada menos que en 1937, cuando la planteó por primera vez una comisión de investigación británica dirigida por Lord Peel. Y aunque esa aceptación fue en cierto modo a regañadientes, dado que el Estado judío propuesto ocupaba solamente un 15% del territorio del Mandato al oeste del río Jordán, fueron los líderes sionistas los que, diez años más tarde, encabezaron la campaña internacional por una solución de dos Estados que culminó en la resolución de partición de Naciones Unidas de noviembre de 1947.
Asimismo, desde el inicio del Proceso de Oslo, en septiembre de 1993, cinco sucesivos primeros ministros israelíes –Simón Peres, Ehud Barak, Ariel Sharón, Ehud Olmert y Benjamín Netanyahu– han apoyado abiertamente y sin ambages la solución de los dos Estados. Paradójicamente, fue Isaac Rabin, ensalzado de manera póstuma como “soldado de la paz”, quien concibió una entidad palestina “que sea menos que un Estado y que administre de forma independiente la vida de los palestinos que estarán bajo su autoridad”, mientras que Netanyahu, al que Avnery reprende por rechazar la solución de los dos Estados, ha proclamado reiteradamente su apoyo a la idea, incluso en un discurso oficial pronunciado en 2011 ante las dos cámaras del Congreso de EEUU.
En cambio, los líderes árabes palestinos, así como los países árabes vecinos, han rechazado constantemente la solución de los dos Estados.
El informe de la Comisión Peel de julio de 1937 dio lugar a una intensificación de la violencia, que había empezado el año anterior y provocó la reducción del tiempo de deliberación de la referida comisión, mientras que la resolución de partición de noviembre de 1947 desencadenó inmediatamente un estallido de violencia palestino-árabe, seguido seis meses después por un intento panárabe de destruir el recién proclamado Estado de Israel.
Tampoco la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), creada en 1964 por iniciativa del presidente de Egipto, Gamal Abdel Naser, y designada por la Liga Árabe en 1974 como “único y legítimo representante” del pueblo palestino, fue más receptiva a la idea. Su reverenciado documento fundacional, el Pacto Palestino, adoptado en el momento de su creación y revisado cuatro años después para reflejar la creciente militancia de la organización, habla mucho menos de la estadidad palestina que de la necesidad de destruir a Israel.
En junio de 1974, la OLP diversificó los medios utilizados para este fin adoptando una “estrategia por fases” que autorizaba a capturar cualquier territorio que Israel estuviese dispuesto u obligado a ceder y utilizarlo como plataforma para ganar más territorio hasta lograr, literalmente, “la completa liberación de Palestina”. Cinco años después, cuando el presidente de EEUU, Jimmy Carter, intentó incorporar a los palestinos a las negociaciones de paz entre Egipto e Israel, se topó con el muro del rechazo.
“Es un acuerdo patético”, le dijo el presidente de la OLP, Yaser Arafat, al estadounidense Edward Said, que le había transmitido la oferta de la Administración. “Queremos Palestina. No estamos interesados en trozos de Palestina. No queremos negociar con los israelíes. Vamos a luchar”. Incluso mientras estrechaba la mano del primer ministro Rabin en los jardines de la Casa Blanca el 13 de septiembre de 1993, Arafat estaba asegurando a los palestinos, en un mensaje grabado previamente en árabe, que el acuerdo era solamente parte de la estrategia por fases de la OLP.
En los once años siguientes, hasta su muerte en noviembre de 2004, Arafat desarrolló un intrincado juego de Jekyll y Hyde, hablando la lengua de la paz a los públicos israelí y occidental mientras presentaba los Acuerdos de Oslo a sus súbditos como unos compromisos pasajeros requeridos por las necesidades del momento. Hizo constantes alusiones a la estrategia por fases y al Tratado de Hudaibiya, firmado por Mahoma con el pueblo de La Meca en el año 628 EC, del que dos años más tarde renegó, cuando la situación cambió a favor del profeta.
Arafat insistió en el “derecho al retorno”, el eufemismo palestino/árabe estándar para la destrucción de Israel mediante la subversión demográfica; no abolió las numerosas cláusulas del Pacto Palestino que promulgaban la destrucción de Israel y adoctrinó a los súbditos palestinos con un virulento odio hacia sus “socios para la paz” y su reivindicación de la estadidad mediante una campaña sostenida de incitación racial y política sin parangón, en términos de alcance e intensidad, desde los tiempos de la Alemania nazi.
Tampoco puso fin a la incitación. Desplegó una amplia infraestructura terrorista en los territorios bajo su control y, finalmente, recurrió a la violencia masiva, primero en septiembre de 1996, para desacreditar al recién elegido Netanyahu, y después en septiembre de 2000, poco después de que el sucesor de Netanyahu, Ehud Barak, le ofreciera la estadidad palestina, lanzando su guerra terrorista (llamada eufemísticamente Intifada de Al Aqsa), el enfrentamiento más sangriento y destructivo entre los israelíes y los palestinos desde 1948.
Esta actitud de rechazo la ha mantenido plenamente el sucesor de Arafat, Mahmud Abás, que no tiene reparos en repetir las calumnias antisemitas más infames y que ha prometido una y otra vez que nunca aceptará la idea de una estadidad judía. En la conferencia de paz celebrada en noviembre de 2007 en Annapolis y auspiciada por EEUU, rechazó la propuesta del primer ministro Olmert para la creación de un Estado palestino en prácticamente toda la Margen Occidental y Gaza que reconociera a Israel como Estado judío.
Cuando en junio de 2009 Netanyahu contravino los preceptos ideológicos del Likud y accedió a la creación de un Estado palestino, siempre y cuando reconociera la naturaleza judía de Israel, el responsable de la OLP de las negociaciones para la paz, Saeb Erekat, advirtió de que “ni en mil años encontrará Netanyahu a un solo palestino que acepte las condiciones estipuladas en su discurso”, mientras que Fatah, organización predominante en la OLP y alma mater de Abás, reafirmó su viejo compromiso con la “lucha armada” como estrategia y no como táctica “hasta que la entidad sionista sea eliminada y Palestina liberada”.
En noviembre de este año, sin ir más lejos, Abás exigió al Gobierno británico que se disculpara por la Declaración Balfour de 1917, la primera aceptación oficial de una gran potencia del derecho judío a la autodeterminación nacional.
¿Puede que esta obstinación, que dura ya ochenta años, sea simple y llana estupidez? Es muy probable. Si los palestinos hubiesen aceptado la solución de los dos Estados en la década de 1930, o en la de 1940, para 1948 habrían tenido su Estado independiente en una parte sustancial del Mandato, si no una década antes, y se habrían ahorrado la traumática experiencia de la dispersión y el exilio.
Si Arafat hubiese orientado la OLP hacia la paz y la reconciliación en vez de convertirla en una de las organizaciones terroristas más asesinas y corruptas de la era moderna, se habría creado un Estado palestino a finales de la década de 1960 o a principios de la de 1970; en 1979, como consecuencia del tratado de paz entre Egipto e Israel; en mayo de 1999, como parte del Proceso de Oslo; o, más recientemente, con la cumbre en Camp David de julio de 2000. Si Abás hubiese abandonado el rumbo de sus predecesores, se habría podido crear un Estado palestino tras la Cumbre de Annapolis, o durante la presidencia de Barack Obama.
Que Avnery no vea este crudo historial como lo que es, así como su inquebrantable creencia en la receptividad palestina a una solución de dos Estados, tal vez no se deba considerar como idiotez, sino que seguramente se ajuste a la famosa definición de Albert Einstein de la locura: hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes.
© Versión original (en inglés): Begin-Sadat Center for Strategic Studies (BESA)
© Versión en español: Revista El Medio