Por Alan M. Dershowitz
Acabo de volver de un viaje de una semana por el infierno. Empecé visitando los campos de la muerte de Auschwitz y Birkenau, en Polonia, como participante de la Marcha de la Vida, después de una conferencia de conmemoración del 80º aniversario de las Leyes y el 70 de los Juicios de Núremberg.
Mi semana se consumó con la prueba constante del peor crimen perpetrado por unos seres humanos contra otros: el Holocausto.
Viajé desde los campos de exterminio a diferentes y pequeñas localidades polacas, de donde emigraron mis abuelos mucho antes del Holocausto, dejando atrás a familiares y amigos. En el transcurso de mi periplo descubrí cuál había sido el destino de dos de mis familiares. Hanna Deresiewicz (la grafía original de mi apellido) era una chica de 16 años que vivía en la pequeña localidad de Pilzno cuando llegaron los nazis; la separaron de sus padres y de sus hermanos. “Los soldados se llevaron a algunas de las jóvenes más bellas para acostarse con ellas, y después matarlas. [Entre ellas] estaba Hanna Deresiewicz, de 16 años”.
Otro pariente, llamado Polek Dereshowitz, hizo de ordenanza para el comandante de Auschwitz cuando tenía 15 años. Lo colgaron de una argolla en su oficina porque “se había encontrado una pulga en uno de sus perros”. Después fue gaseado.
No era la primera vez que visitaba los campos de la muerte nazis. Conocía la evidencia estadística de los seis millones de judíos que habían sido sistemáticamente asesinados. También sabía que la maquinaria asesina nazi había ido a buscar a los judíos hasta el último rincón de la Europa ocupada por los nazis, incluso a lugares tan remotos como la isla de Rodas, para transportarlos a Auschwitz y gasearlos. Sabía también que había sido la única época en la historia de la humanidad en que se había transportado a personas desde largas distancias a campos diseñados con un único propósito: asesinar a cualquier judío que se encontraran, sin importar dónde viviera. Y sabía que, como eso formaba parte de un plan genocida contra el pueblo judío, lo más importante era matar a todos los niños, mujeres y hombres capaces de producir futuros judíos.
Pero esta visita, durante la cual conocí el destino de dos jóvenes miembros de mi propia familia, me trajo los horrores a casa de una manera más personal que cualquier estadística. Viajaba con mi mujer y mi hija, y pensé varias veces en cómo se debieron haber sentido los padres y mujeres de los judíos asesinados al enterarse de que lo más preciado para ellos había sido aniquilado y de que no quedaría nadie para llorarles o llevar su semilla a generaciones futuras.
Desde el viejo infierno, Polonia, viajé a un nuevo infierno llamado Hungría. Budapest es una hermosa ciudad, pero también ella dio un final infernal a sus ciudadanos judíos en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, cuando los nazis húngaros convirtieron el Danubio en una roja fosa común. Disparaban a sus vecinos judíos y arrojaban sus cuerpos al río incluso cuando los nazis estaban de retirada. Ahora, en la Budapest moderna, me hablan del resurgir del nazismo entre muchos húngaros corrientes. El cada vez más popular partido fascista se jacta de su antisemitismo y su deseo de liberar Hungría de los pocos judíos que quedan. El partido fascista húngaro también odia a Israel, y cualquier otra cosa que sea una manifestación de la judeidad.
Mi viaje acabó con un encuentro con un judío de origen griego cuyo abuelo había sido asesinado por los nazis y que ahora era objetivo de los fascistas griegos por su abierta defensa de Israel y el pueblo judío. También Atenas se ha convertido en un vivero de odio antijudío, con su popular partido fascista.
No hubo ni un momento de mi visita a Europa en que no se me recordara el sórdido historial del continente con el pueblo judío. Ahora muchos europeos –los hijos, nietos y bisnietos de los que fueron cómplices del asesinato de seis millones de judíos– se han puesto radicalmente en contra del Estado nación del pueblo judío. Esta vez, la intolerancia surge sobre todo de la extrema izquierda, pero tiene el apoyo de muchos en la nueva derecha fascista. El Partido Laborista británico está igual de plagado de odio hacia el pueblo y la nación judíos como el fascista húngaro. Una vez más, los judíos europeos están atrapados entre los dos extremos del rojo y el negro. Ambos extremos buscan la desaparición de Israel alegando que, en un mundo con múltiples naciones de musulmanes y cristianos en un solo Estado, no hay ningún lugar que tenga un carácter manifiestamente judío. Otros europeos quieren boicotear los productos, profesores y artistas de Israel; mientras que otros sólo aplican una doble moral a sus actos que no aplican a ningún otro país, incluido el suyo.
Mi visita a Europa me aclaró una cosa de manera inequívoca: si hay un grupo en el mundo que necesita una patria segura –un refugio para protegerse de la intolerancia y el odio– es el pueblo judío. Cuando Hitler se propuso expulsarlo de Europa, antes de decidir exterminarlo, ningún país –ni siquiera Estados Unidos o Canadá– le dio asilo. Gran Bretaña le cerró las puertas de lo que ahora es Israel. No tenía ningún lugar al que ir. Así que los judíos fueron asesinados por los nazis y sus voluntariosos cómplices en toda Europa. No hay ningún grupo cuya historia le dé más legitimidad para tener una patria segura que el pueblo judío. Por razones que son difíciles de explicar, el odio hacia el pueblo judío y su nación desafía toda lógica, porque es tan real como las cámaras de gas de Auschwitz-Birkenau y los partidos fascistas emergentes en Grecia y Hungría. Hoy, los judíos siguen siendo el chivo expiatorio en muchas partes del mundo, y su Estado nación es demonizado en Naciones Unidas, en los campus universitarios, en los medios y las asambleas legislativas. Después del Holocausto pareció haber una concienciación de que los judíos no iban a volver a ser martirizados. Ahora, menos de un siglo después de que los nazis llegaran al poder, esa moratoria sobre el odio antijudío parece haber expirado, a medida que el recuerdo del Holocausto pierde intensidad en la mayor parte del mundo.
Mi visita de una semana al infierno reafirmó mi compromiso de defender el derecho a existir de Israel, de hablar a favor de Israel cuando sea atacado injustamente y de derrotar a sus enemigos en el ámbito de las ideas. Es lo mínimo que debemos a las víctimas del peor crimen de la historia de la humanidad; un crimen que no podría haberse producido sin la complicidad de la mayoría del mundo. Un crimen que no se repetirá si hay un Israel fuerte y seguro.
Por Alan M. Dershowitz
Fuente: Elme.dio©