Por José María Marco – En un artículo reciente, Evelyn Gordon hablaba de la forma en la que la intifada de los cuchillos se ha ido diluyendo en los últimos meses. No ayuda a los palestinos a hacer avanzar su causa y, a pesar de haber causado ya 34 muertos, tampoco causa el daño que se proponía hacer.
Al revés, con 211 ataques con cuchillos, 83 tiroteos y 42 ataques con diversos vehículos, había, a finales de febrero, más de doscientos terroristas muertos. Prácticamente cada ataque se salda con la muerte del asaltante. No hay grandes incentivos, por tanto, para continuar la ofensiva criminal. En la misma línea, el periodista Yossi Klein Halevi, residente en Jerusalén, contaba en un artículo reciente cómo un joven palestino había apuñalado a un guardia de seguridad cerca de su casa, en una estación de tren de cercanías, y cómo en menos de una hora no quedaba ni rastro de lo sucedido…
Puede que todo esto sea engañoso y que los ataques vuelvan con más fuerza en muy poco tiempo. En Oriente Medio nunca se sabe. También es verdad que, como apuntaba el propio Klein Halevi, la sensación hoy es muy distinta de la que existía en la primera intifada, cuando parte de la población palestina se levantó tras un incidente que acabó con la muerte de cuatro palestinos, las Fuerzas Armadas israelíes respondieron y se produjo además un intenso debate político que acabó con diez años de gobierno conservador y la llegada al poder del laborista Isaac Rabin.
Nada de eso está ocurriendo hoy. Existe la sensación de una situación repetida, pero no la voluntad de responder del mismo modo. Hoy en día, el 70 % de los israelíes critican la ineficacia de la respuesta gubernamental, y casi el mismo número se siente inseguro, pero, en cambio, sólo el 4% de la población piensa que el proceso de paz es algo prioritario. El Likud de Benjamin Netanyahu sigue siendo el partido más popular.
Hay razones propiamente políticas para esta realidad, como ha expuesto el analista Aaron David Miller: el liderazgo sin competencia del actual presidente del Gobierno, el agotamiento de los sucesivos procesos de paz, la creciente desconfianza hacia Estados Unidos –que pone en valor la figura enérgica y conocedora de la realidad norteamericana de Netanyahu– y, además, el escaso atractivo de los nuevos partidos o coaliciones creados como alternativa al Likud o al Partido Laborista.
Por su parte, el gobierno no ha tratado la ofensiva de los cuchillos con gestos que pudieran ser considerados desproporcionados y se ha negado a tomar medidas como la expulsión de los familiares de los terroristas a Gaza. Netanyahu, obviamente, se atiene a la defensa del statu quoy la sociedad israelí no parece dispuesta a embarcarse en aventuras, al contrario.
Hay razones para este estado de ánimo. La primera intifada, en los primeros años 90, acabó con el sueño de un Gran Israel que lograra reconciliar a los israelíes con los palestinos. La retirada de Gaza en 2005, después de la segunda intifada, condujo no a la pacificación de la antigua zona ocupada, sino a su reconversión en un territorio en guerra permanente con su vecino y dominado por los terroristas de Hamás. Así se llegó al enfrentamiento del verano de 2014, que empezó a dejar claro la imposibilidad de alcanzar la solución de los dos Estados. Sigue siendo la posición oficial y la más respaldada, pero la opinión pública israelí se atiene a los hechos. No ignora, por ejemplo, el coste de dejar Jerusalén y el aeropuerto Ben Gurion a tiro de los misiles de los terroristas palestinos, porque nadie garantiza –más bien al revés– que ese nuevo Estado palestino, que sigue sin existir a pesar de las fantasmagorías oficiales occidentales, no acabase en manos de Hamás. Como ha explicado el profesor Shlomo Avineri, la idea de que en el conflicto palestino israelí se enfrentan dos proyectos nacionales capaces de negociar y respetar las fronteras y la seguridad del vecino (no digamos ya cooperar) es una ilusión. Para los palestinos, incluidos Fatah y la Autoridad Palestina, Israel es una potencia imperialista que debe ser barrida de la región.
Tampoco ayuda, sin duda, la política de asentamientos. Ni la actual situación de Oriente Medio, mucho más desarticulado y violento que hace 25 años. En realidad, los ataques de los últimos meses, tanto o más que una amenaza en sí, vienen a ser el recuerdo permanente de la situación a la que se enfrenta la sociedad israelí: el problema interno, el terrorismo en Gaza, en el Sinaí y en el Líbano, y la amenaza descarnada de un Irán que está saliendo reforzado tras el acuerdo nuclear y la política de Obama en la región.
Los israelíes se enfrentan así a un permanente baño de realismo –sin concesiones posibles–. La política de Netanyahu de mantener el statu quo mientras busca nuevas alianzas (con Grecia –sí, con la Grecia de Tsipras–, con Turquía otra vez –aunque con mucha cautela– y con los países saudíes del Golfo) no despierta grandes entusiasmos, pero responde a los hechos. Las cosas son como son, y nadie se cree que haya varitas mágicas para cambiarlas. Los europeos y los norteamericanos, en cambio, siguen soñando. Soñando con cambiar el mundo o con que el mundo no cambie. Cuánta felicidad.
Fuente: Realidad Digital – Extraído de: Radio Jai