El 13 de septiembre de 1993, Simón Peres (por Israel) y Mahmud Abás (por la OLP) insertaron sus firmas en la Declaración de Principios en una ceremonia celebrada en los jardines de la Casa Blanca de Bill Clinton. Conocido como los Acuerdos de Oslo, este pacto puso en marcha un proceso de negociaciones tendentes a alcanzar una paz definitiva. En sus bodas de plata, israelíes y palestinos siguen tan amargamente enfrentados como entonces.
Al acceder al pacto, la OLP se vio forzada a renunciar oficialmente a la praxis terrorista y a su anunciado objetivo histórico de establecer un Estado palestino “desde el río [Jordán] hasta el mar [Mediterráneo]”, lo que requería la obliteración de Israel. Formalmente reconoció al Estado de Israel. En la actualidad, Gaza es gobernada por palestinos, pero padece un bloqueo en sus fronteras, incluida la egipcia. Casi la totalidad de la población palestina de Cisjordania está bajo gobierno palestino, pero Ramala sólo controla una porción de las tierras que reclama. A su vez, grandes cantidades de palestinos cayeron bajo el fuego de soldados de Israel en varias confrontaciones. El Estado palestino prometido en 1993 sigue siendo una fantasía.
Al consentir el acuerdo, Israel se convirtió en la primera nación de la Historia en armar a un enemigo legendario con la esperanza de obtener seguridad a cambio. Como ha observado Efraim Karsh, profesor emérito del King’s College, por lo general los acuerdos de paz llevan la premisa del desarme de la facción guerrera, como en los casos de las FARC y el IRA. A pesar del inquietante récord de la OLP –promoción de terrorismo global, corrupción económica endémica, desestabilización de Jordania, papel sangriento en la guerra civil libanesa, alianza con el Irak de Sadam Husein–, el Gobierno israelí de aquel entonces, laborista, rescató a una agrupación moribunda, la legitimó ante los ojos del mundo y facilitó su retorno triunfal a la Palestina histórica desde su exilio en Túnez. Desde entonces, más de 1.500 israelíes han muerto a manos de los terroristas, miles de cohetes han sido lanzados a Israel desde la franja de Gaza (evacuada por Israel en 2005, hoy en manos de un movimiento yihadista), y una entidad políticamente hostil fue creada en zonas de Cisjordania (la Autoridad Palestina liderada por Fatah).
¿Por qué Oslo? Para responder este interrogante, debemos recordar la coyuntura en la que se hallaban Israel y la OLP en aquella época y las cosmovisiones que animaron la diplomacia secreta israelí del momento.
El desmoronamiento de la Unión Soviética a inicios de los años 90 privó a la OLP de su padrino político internacional. La alianza entre Arafat y Husein significó el aislamiento diplomático de la OLP una vez Irak fue expulsado de Kuwait. Ese error de Arafat le costó caro al pueblo palestino. Miles de palestinos fueron muertos en Irak en venganza, y cientos de miles fueron expulsados de los países del Golfo Pérsico. Además, los países árabes, mecenas históricos de la OLP, le dieron la espalda. A fines del siglo XX, la OLP de Arafat estaba políticamente marginada y tenía apuros económicos. Cuando los israelíes le lanzaron el salvavidas político que significó el pacto de Oslo, la OLP no tuvo más remedio que aferrarse a él. Hani al Hasán, un destacado oficial palestino, caracterizaría al acuerdo como “la paz de la necesidad”. Israel, por su parte, estaba desesperado por poner un fin a la intifada que había estallado espontáneamente en diciembre de 1987. Con una opinión pública mundial indignada y una sociedad local agobiada, las autoridades israelíes se sentían muy presionadas. Oslo también fue un salvavidas para ellas.
Dos enfoques disímiles y contradictorios chocaron en la arena política israelí durante la primera mitad de los años 90. La noción de un Nuevo Oriente Medio, fomentada por el canciller laboristaSimón Peres, sugería que un entramado de relaciones económicas entre Israel y sus vecinos árabes suprimiría añejas quejas nacionalistas y antipatías religiosas y cristalizaría en el advenimiento de una era de paz y armonía regionales. Un naciente Estado palestino daría satisfacción a los anhelos nacionales y materiales de los palestinos, quienes, con su estadidad conseguida y el bienestar económico asegurado, abandonarían sus destructivos impulsos antisionistas. Sobre la premisa de “Si ellos no comen, nosotros no dormimos”, Israel auspició el desarrollo económico de Gaza y Cisjordania con la ilusión de que así se disiparían los nubarrones de la contienda bélica. (Sólo en la última década, la economía cisjordana creció cerca del 49%; la economía gazatí, desconectada de Israel, se contrajo más de un 5% en el mismo período). Filosóficamente, el postulado era, en esencia, marxista, al apoyarse en la idea de que las motivaciones económicas son el factor determinante de las relaciones humanas y estatales.
En la vereda de enfrente, Benjamín Netanyahu, del Likud, promovía una visión política alternativa que era, en su esencia filosófica, kantiana. Proponía la idea de que sólo regímenes democráticos podían producir la paz entre los pueblos. Sostenía que llenar los cofres de entidades dictatoriales o irredentistas (como la OLP) no las haría más moderadas, sino más poderosas. Kant predijo doscientos años atrás que las democracias propenden a la paz –interna y externa– y las tiranías a la guerra. Siendo el líder del nacionalismo palestino Yaser Arafat, un hombre que a lo largo de su vida trajinó los senderos más oscuros de la violencia política, Netanyahu creía que transformarlo en un profeta de la paz era un emprendimiento tan ingenuo como imposible. Básicamente, Netanyahu estaba convencido de que era un error “compartir la Tierra Santa con el menos santo de los movimientos nacionalistas de nuestro tiempo”, en las palabras de Yosi Klein Halevi, defensor desencantado del proceso de paz. Durante los años noventa, Bibi –como se lo conoce popularmente– representó la oposición más ácida a los Acuerdos de Oslo.
Casualmente, el mismo año de la firma de los Acuerdos de Oslo (1993) Peres publicó El nuevo Oriente Medio, texto que contenía sus ideas revolucionarias sobre la región, y Netanyahu Un lugar entre las naciones, su obra-fetiche sobre el lugar de Israel en la comunidad internacional. Sus miradas no podían ser más antagónicas.
Existió una tercera vertiente, sin embargo. En aquel momento el primer ministro israelí era Isaac Rabín, un comandante militar de impecables credenciales y con fama de duro dentro del laborismo. Rabín no compartía la mirada rosada de Peres sobre un Medio Oriente renovado y sentía un rechazo contundente hacia Arafat. Pero, al igual que su canciller, estaba convencido de que la ocupación israelí de Gaza y Cisjordania era inviable. Alguna desconexión territorial debía advenir. “Sacar Gaza de Tel Aviv” fue un eslogan de campaña del laborismo. Rabín quería la separación política con los palestinos, para lo cual necesitaba crear un gobierno autónomo en las zonas disputadas. La OLP de Yaser Arafat ocupó ese lugar. Así, mientras Peres quería un matrimonio entre israelíes y palestinos, Rabin buscaba un divorcio. Ambas perspectivas convivieron durante los años del proceso de paz dentro del mismo partido.
Pero lo verdaderamente curioso fue la notable transformación ideológica de ambas figuras políticas en relativamente poco tiempo. Trece años antes de poner su firma en los acuerdos con la OLP, Simón Peres opinaba:
Los interlocutores que aducen que Arafat quedará satisfecho con un objetivo menos ambicioso, es decir, que Israel se retire a las fronteras previas a junio de 1967, abandone Jerusalem Oriental y conceda el establecimiento de un Ejército palestino, pueden no darse cuenta de que están patrocinando un plan que perjudicaría la capacidad de autodefensa israelí y dejaría a Israel sin fronteras defendibles… Un Estado de la OLP no pondría fin sino que prolongaría la contienda; sería una plataforma para la continuación de la lucha, no redundaría en pos de la reconciliación.
Un año antes, en 1979, Isaac Rabín ofrecía esta declaración no menos sorprendente:
Nos oponemos en los términos más rotundos a la creación de un mini-Estado palestino en la Margen Occidental y la Franja de Gaza, fundamentalmente porque no puede resolver nada… Los líderes de la OLP han declarado –y yo les creo– que ven ese mini-Estado como la primera fase para la obtención de su sedicente ‘Estado secular y democrático’, que habría de ser erigido en Palestina sobre las ruinas del Estado de Israel.
Ni Rabín (asesinado por un compatriota en 1995), ni Arafat ni Peres (fallecidos en 2004 y 2016, respectivamente) llegaron al 25º aniversario del polémico acuerdo que ellos gestaron. Sus sucesores actuales, Abás y Netanyahu, son adversarios enconados.
El proceso de paz está estancado. Palestina está fracturada entre Gaza y Cisjordania. Israel vive bajo amenaza constante. Unas bodas de plata para el olvido.
Fuente: © Revista El Medio