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Por Michael J. Totten

La semana pasada, en Estambul, la Organización para la Cooperación Islámica (OCI) reconoció a Jerusalén Este como capital de Palestina.

Lo anunció con un torrente de retórica airada, claro: Israel es un Estado “racista” y el reconocimiento por parte de la Administración Trump de Jerusalén como capital de Israel,

un ataque contra los derechos históricos, jurídicos, naturales y nacionales del pueblo palestino, un perjuicio deliberado a cualquier intento de alcanzar la paz, un acicate para el extremismo y el terrorismo y una amenaza para la paz y la seguridad internacionales.

Obviemos toda la grandilocuencia y vayamos a lo principal. Al reconocer Jerusalén Oriental como la capital de Palestina, la OCI está de hecho cediendo Jerusalén Occidental a los israelíes e implícitamente reconociéndola como su capital.

La inmensa mayoría de los medios no especializados en Oriente Medio no hablan de esto, pero es importante. La OCI tiene 57 miembros y se extiende más allá de Oriente Medio, desde el África subsahariana hasta el Sudeste Asiático, pasando por Indonesia. Todo lo que dice es fruto de un amplio acuerdo entre los Gobiernos de los países de mayoría musulmana, entre los que se cuentan los países (Siria ha sido suspendida por motivos seguramente evidentes).

A los analistas de política exterior contrarios al reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel por parte de Donald Trump les cuesta entender el objetivo estratégico que el presidente estaba tratando de facilitar, en parte porque, con toda probabilidad, no estaba en eso. Sus intereses eran en gran medida domésticos. Los expresidentes Barack Obama, George W. Bush y Bill Clinton prometieron reconocer Jerusalén como la capital de Israel y trasladar allí la embajada estadounidense, como el Congreso de EEUU ha exigido por ley desde 1995, pero ninguno lo hizo.Trump sí. Él solo ha cumplido las promesas electorales hechas por cuatro presidentes.

Ahora bien, eso no significa que no se estuviera haciendo avanzar un objetivo estratégico, aunque el presidente no lo comprendiera ni lo articulara. Trump y ahora también la OCI han desinflado una falsa esperanza palestina y hecho que la paz, a corto y medio plazo, sea prácticamente imposible.

Son legión los palestinos que quieren que acabe el conflicto, y vivirán a regañadientes junto a Israel aunque eso signifique renunciar al objetivo de la soberanía sobre todo el territorio entre el Jordán y el Mediterráneo. Según una encuesta publicada en agosto, el 53% de los israelíes y el 52% de los palestinos están a favor de una solución de dos Estados.

Al menos una parte de los líderes de la Autoridad Palestina se encuentra en ese 52%. Si el presidente Mahmud Abás –que finaliza ahora su duodécimo año de un mandato de cuatro– pudiese pulsar un botón que creara por arte de magia un Estado palestino que se correspondiera más o menos con las líneas del armisticio de 1967 y diese lugar a una era estable de paz con los israelíes, probablemente lo haría.

Abás nunca se ha puesto de acuerdo con Israel en los términos de la paz, y tampoco está abierto a mantener unas negociaciones serias, porque un gran número de palestinos –especialmente los absolutos rechacionistas armados de Hamás– le tacharían de traidor. El sueño, la fantasía de destruir a Israel, no ha muerto. La idea de que la denominada Entidad Sionista es a fin de cuentas una imposición sigue siendo demasiado poderosa en el relato nacional palestino. La paz no está cerca todavía, y Mahmud Abás lo sabe.

Incluso los partidarios de la solución de los dos Estados bramarían si Abás firmara un tratado de paz y aceptara lo que los israelíes le obligarían a aceptar: no al derecho al retorno para losrefugiados palestinos que jamás han puesto un pie en Israel, la Margen Occidental o Gaza y soberanía judía sobre el Muro Occidental. Es bastante probable que lo mataran o empujaran al exilio y que al cabo estallase otra guerra israelo-palestina.

La pervivencia de Israel ha de formar parte del relato palestino sobre su lugar en el mundo y en la Historia, y en estos momentos no es el caso. Es poco probable que los palestinos sean sinceros consigo mismos mientras el mundo islámico no lo sea primero y los presione a aceptar y a construir el Estado soberano que sí es posible, en vez de seguir anhelando, y a veces luchando por, un castillo en el aire.

La mayoría de los países árabes han dejado el conflicto discretamente al margen, pero temen decirle la verdad a los palestinos, por miedo a ser tachados de traidores; por miedo a desatar la ira popular y correr la suerte del asesinado Anwar Sadat; por miedo a aplicar la presión sobre los negociadores palestinos que al final será necesaria. En un universo alternativo, el israelo-palestino es un conflicto congelado al estilo post-soviético, pero aquí los regímenes sirio e iraní siguen azuzando, mandando pistolas, dinero e incluso misiles a ejércitos terroristas como Hamás y Hezbolá.

Por eso es importante que en la OCI hayan reconocido implícitamente a Jerusalén Occidental como la capital de Israel. Lo han dicho de forma que no les cause problemas en casa, pero sin ninguna duda Hamás, Hezbolá y compañía han tomado nota de que en la OCI piensan que sólo Jerusalén Oriental pertenece a los palestinos. No lo habrían hecho si Estados Unidos no hubiese movido ficha primero. No descorchemos aún las botellas de champán, pero no deja de ser un avance.

© Versión original (en inglés): World Affairs
© Versión en español: Revista El Medio

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