Cuando escribo estas líneas, está por comenzar un nuevo viernes en el que se espera una presencia multitudinaria de gazatíes junto a la frontera con Israel.
Tienen muchas razones para estar desesperados y para volcarse en cualquier salida, real o falsa, que alguien les indique. Ellos saben que su “Marcha del retorno” no conduce a ninguna parte, más que a nuevas dosis de dolor, porque aunque el sufrimiento sea real, están siendo encaminados al abismo. No podrán marchar porque para ello deberían caminar en sentido inverso, hacia dentro de su sociedad y exigir que Hamás deje de desviar los recursos que iban destinados a la reconstrucción de sus vidas y que han sido derivados a fabricar caminos subterráneos a ninguna parte. El retorno debería darse a la aceptación de la coexistencia con unos vecinos que sólo llevan 70 años como estado, pero que no han dejado de retornar al terruño al que siempre se han sentido atados. Como al inicio de las cenas de Pésaj que acabamos de celebrar estos días, reforzamos nuestra promesa de volver el año que viene a la Jerusalén reconstruida.
Esta misma celebración concluye recordando otra gran marcha, que en su séptimo día nos obliga a revivir aquel gran dilema: ¿adónde vamos? Ante nosotros, un mar imponente que sólo podremos atravesar y escapar a la persecución de los soldados de Faraón si nos atrevemos a seguir a un líder auténtico y damos ese salto de fe que nos promete que las aguas se abrirán a nuestro paso; el mismo que nos guiará durante un trayecto que se alarga en el tiempo hasta desnudar nuestras mentes del deseo de retornar a la seguridad (aunque miserable) de la esclavitud. Quiso la casualidad que en estos días también se cuenten 50 años del asesinato de otro Moisés que lideró las marchas y esperanzas de transformar la mente esclavista de la sociedad estadounidense, y que sólo pudo vislumbrar, como el profeta bíblico, la Tierra Prometida de los derechos civiles de los afroamericanos, pero no llegar a ella.
La semana próxima se recordará en Israel un suceso que, en realidad acaeció también en Pésaj, cuando todos los caminos de los habitantes del gueto de Varsovia conducían a la muerte, y también a aquellos empeñados en sobrevivir tras marchar como escudos humanos de las fuerzas nazis en retirada. Aunque algunos eran alemanes, no era un retorno sino un nuevo exilio forzado. Sólo se puede marchar para avanzar hacia la libertad (como en aquellos versos de “La Marsellesa”), no hacia el enfrentamiento, no sin un rumbo ni la guía de alguien que encarne las aspiraciones, la honestidad, la entrega, aunque como al legendario Moisés le cueste hacerse entender o al más cercano en el tiempo Martin Luther King Jr. vencer al odio enquistado en la mirada del otro. Ojalá los palestinos encuentren esa voz entre los gritos de quienes los empujan hacia un mar que no se abrirá y puede tragarlos.
Shabat shalom
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad
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