The entrance to the Aushwitz Death Camp. (AP/Czarek Sokolowski,) The entrance to the Aushwitz Death Camp. (AP/Czarek Sokolowski,)

Por Jonathan S. Tobin

En su libro de 1989 From Beirut to Jerusalem, el columnista del New York Times Thomas Friedman escribió: “Israel se está convirtiendo en un Yad Vashem con Fuerza Aérea”. Esta frase representa el tipo de análisis pedante que ayudó a Friedman a labrarse una fama de (falso) experto en política exterior que aún lo mantiene encumbrado en las páginas de Opinión del NYT, a pesar de que hace años que sus columnas no ofrecen nada digno de interés. Pero su ocurrencia a costa del Estado judío –y del vínculo entre su determinación a sobrevivir y la memoria del Holocausto– no ha caído en el olvido. Y es que refleja la ansiedad de numerosos opinadores ante el hecho de que Israel haya asumido el papel de máximo garante de la seguridad del pueblo judío.

En los más de 30 años que han pasado desde que el libro de Friedman se convirtiera en éxito de ventas, se dedica más palabrería que nunca a la memoria de la Shoah, mientras que algunas de esas mismas personas que se dan golpes en el pecho por los Seis Millones no se pronuncian contra la mentira de que Israel se comporta como los nazis. Sea como fuere, pese a esa mugre antisemita, el 75 aniversario de la liberación de Auschwitz es una circunstancia oportuna que nos recuerda por qué la memoria de lo que ocurrió y de lo que no ocurrió sigue siendo fundamental para el sionismo moderno.

No cabe esquivar el hecho de que, en el momento histórico en el que cientos de miles de judíos estaban siendo asesinados en Auschwitz, factoría nazi de la muerte, su destino fue un asunto menor incluso para quienes en el mundo civilizado estaban librando la guerra contra Alemania. Por eso el debate sobre la negativa de los Aliados a bombardear Auschwitz sigue suscitando indignación y controversia.

La cuestión de si Auschwitz debió haber sido bombardeado es el eje de un episodio de la serie documental de la PBS Secrets of the Dead, que se estrenará la semana del aniversario de la liberación. Aun con sus peros (empezando por la lamentable costumbre de incorporar recreaciones dramáticas de acontecimientos históricos representadas por actores), “Bombing Auschwitz” es una introducción a un asunto trágico y complejo.

El capítulo comienza con la milagrosa fuga de Auschwitz de dos jóvenes judíos, Rudolf Verba y Alfred Wetzlter, en abril de 1944. Una vez a salvo, Verba y Wetzlter informaron en detalle de lo que habían visto a dos oficiales judíos, que después lograron pasar la información al delegado en Suiza de la Junta de Refugiados de Guerra de EEUU. El informe detallaba cómo funcionaba Auschwitz: el proceso de selección, las cámaras de gas, los crematorios donde se incineraban los cuerpos de los asesinados… Confiaban en poner sobre aviso a los judíos de Hungría, que eran el siguiente grupo al que los alemanes y sus colaboradores pretendían conducir a Auschwitz para una muerte cierta.

Pero durante todo 1944 siguieron yendo trenes a Auschwitz. En el apogeo de la tragedia, entre mayo y julio de ese año, aproximadamente 55.000 judíos húngaros fueron deportados cada semana al campo de exterminio. Se gaseó e incineró a más de 5.000 cada día. En el transcurso de la guerra, alrededor de 1,1 millones de judíos fueron asesinados en Auschwitz.

El informe sobre Auschwitz llegó finalmente a los líderes de Gran Bretaña y Estados Unidos. El primer ministro británico, Winston Churchill, escribió que lo que estaba ocurriendo era “el crimen más terrible de toda la historia mundial”. Los líderes judíos y los miembros de de la Junta de Refugiados de Guerra instaron a las fuerzas aéreas estadounidenses y británicas a que bombardearan las vías férreas y el propio complejo de la muerte, en la esperanza de poner fin a la actividad en Auschwitz y de advertir a los alemanes de que los Aliados eran conscientes de lo que estaba pasando y de que los responsables serían llevados ante la Justicia después de la guerra. Pero los Aliados nunca dieron tal paso.

Las razones eran complejas.

Los Ejércitos británico y estadounidense dijeron que la misión era muy dificultosa. Pero lo cierto es que los aviones norteamericanos ya bombardeaban un complejo fabril de la IG Farben, y de hecho algunas bombas cayeron por error en el campo, matando a varios guardas nazis y reclusos. La excusa tenía justificación en el sentido de que un auténtico bombardeo de precisión era imposible en aquella época, y además los daños que pudieran sufrir las vías bombardeadas se podrían reparar rápidamente.

Aun así, los obstáculos iban más allá de las cuestiones técnicas.

Unos se negaron a creer las historias de las atrocidades nazis, o simplemente no pudieron hacerse una idea de lo que les contaban. Uno de los fallos del documental de la PBS es que se presenta la información que se filtra sobre Auschwitz en 1944 sin relacionarla con lo que los Aliados ya sabían. Un año antes Jan Karski, valeroso oficial polaco que se había infiltrado en el gueto de Varsovia y los campos alemanes, ya había dado cuenta al presidente Roosevelt de otras pruebas del esfuerzo nazi para industrializar el asesinato. También se conocían y hasta se habían publicado los planes alemanes para aniquilar a los judíos de Europa, aunque los principales medios de la época les quitaran importancia. Las excusas sobre la incredulidad no resisten el escrutinio.

Más importante era la idea de que cualquier preocupación que no fuese ganar la guerra a Alemania era desviar peligrosamente sangre y recursos del esfuerzo bélico. Aunque es comprensible en el contexto de la época, ese punto de vista no tiene en cuenta que, para los alemanes, matar a los judíos era una prioridad. Podrían haber perdido la guerra, pero para ellos ganar la batalla del genocidio era igual de importante.

Mientras, en Estados Unidos, algunos, como el subsecretario de Guerra John McCloy, dijeron que bombardear el campo podría provocar que los alemanes cometieran más atrocidades aún. Como si pudiese haber algo peor que Auschwitz. A otros les preocupaba matar a los reclusos en los ataques, aunque esas preocupaciones perdían de vista el hecho de que los nazis ya los habían condenado a muerte.

La mayoría de los mandos Aliados simplemente no tenía interés en la cuestión del rescate, o de detener el asesinato en masa que estaba teniendo lugar. Como dice la historiadora Deborah Lipstadt en el documental, “a nadie le importó un comino”. Si Roosevelt y el resto de su Administración hubiesen tratado el asunto del rescate con la urgencia que la Historia exigía, se podría haber salvado a muchos de las cámaras de gas de Auschwitz.

La lección aquí es que los judíos estaban básicamente solos en una guerra genocida esencialmente distinta a la que libraban los ejércitos. Cuando la Fuerza Aérea israelí sobrevoló Auschwitz en 2003, fue algo más que una escena publicitaria. Es algo que sigue incrustado en la conciencia de quienes tienen el cometido de defender hoy al pueblo judío. Israel es mucho más que un memorial del Holocausto y un Ejército. Su capacidad de defenderse es garantía de que jamás volverán los judíos a esperar en vano a que unos amigos salven a quienes están en peligro.

Por muy deseable que sea que la memoria del Holocausto motive al mundo a impedir nuevos genocidios, los últimos 75 años han vuelto a demostrar que en gran medida es una esperanza vana. Es la necesidad de preservar la capacidad y la voluntad de los judíos de defenderse a sí mismos, no la vacua retórica que se oye el Día Internacional para la Conmemoración del Holocausto, la verdadera lección de Auschwitz.

© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio

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