Cuando los soldados soviéticos, británicos, norteamericanos, entraron a los diversos campos de concentración nazis, se toparon con el horror. Durante semanas filmaron y tomaron fotos.
Por: Ana Jerozolimski, Semanario Hebreo Jai
Fotos: Archivo Yad Vashem / Exposición: Flashes of memory
En muchos casos, sus superiores así lo ordenaron. Entendieron que esas imágenes serían pruebas sobre las atrocidades cometidas por los nazis.
Hace unos dos años participamos en la inauguración de la exposición “Destellos de memoria” en el Museo Recordatorio del Holocausto Yad Vashem en Jerusalem. Aún se la puede ver. Está dedicada a la fotografía en la Segunda Guerra Mundial y la Shoá, tanto la de los nazis como propaganda previa a la guerra, la de los judíos, a escondidas, en los ghettos, y la de los liberadores al entrar y mirar la muerte a los ojos.
En uno de los rincones de la exposición, quedamos petrificados. Allí se proyectaba una y otra vez, de continuo, la película documental “Night will Fall”, del Director Andre Singer, hecha en el 2014 sobre la producción en 1945 de una película británica acerca de lo hallado en los campos nazis.
Hoy, 27 de enero, fecha del aniversario del cierre de Auschwitz, mientras sigue habiendo quienes osan desmentir o minimizar la Shoá, quienes osan en el marco de discusiones en las redes sociales referirse a judíos como “jabones” y quienes escupen veneno antisemita en cada polémica que surge sobre Israel, quisiéramos contar sobre esa película. Y es imposible hacerlo sin que se nublen los ojos y se ahogue la garganta al recordar las escenas.
El primer testimonio es el del Sargento Mike Lewis, camarógrafo del ejército, cuyo testimonio sobre aquellos días, fue filmado en 1981.
“Entramos y vimos escenas que antes jamás habíamos visto. Provocaba dolor el solo pensar que eso le había ocurrido a seres humanos. Cientos de cuerpos sin vida apilados . Hedor de muerte por todos lados. Fosas de tamaños de canchas de tenis repletas de cadáveres. Bebés, niñas, jóvencitas. Hombres, mujeres, adultos y niños. Y no podíamos saber cuán profundas eran esas fosas”.
El Sargento William Lawrie, camarógrafo militar, contó en 1984 lo que él vivió.
“Esa gente medio muerta andaba con los ojos vidriosos. Absolutamente muertos. Había impotencia, desesperación. El terrible olor que emanaba de todo, la atmósfera de opresión. Era como si hubiera llegado el final. Los cadáveres. Si perdías contacto con la realidad parecían muñecos”.
Y con terribles escenas intercaladas entre los relatos, imágenes reales de aquel horror vivido, seguía pareciendo increíble que eso realmente haya sucedido.
“No sé si nosotros mismos no nos vimos tragados por otro mundo”, agregó Lawrie. “Es que no se podía conectar entre lo que estábamos viendo y nuestra vida. Esto era algo totalmente separado, era otro mundo. Creo que si alguien entraba en eso demasiado, enloquecía.
Estuvimos allí aproximadamente dos semanas. Filmamos todas esas escenas.Y desde entonces ninguna película me provocó esos sentimientos de desesperación y horror como el sufrimiento de esa gente, provocado a europeos de otra fe, por ninguna otra razón que esa”. Y resume: “Pensé que con el tiempo se me iría. Quería olvidar. Pero eso no te abandona jamás”.
El 19 de abril, Richard Dimbleby informó a la BBC:
“Me cuesta describirlo debidamente. Pero estos son los hechos de los que puedo dar fe. Cruzamos la cerca y me hallé en un mundo de pesadillas. Cadáveres, algunos en estado de pudrición, cubrían el camino y los costados de las vías del tren.
A los costados había unas estructuras marrones. Por las ventanas se veían rostros de mujeres extremadamente delgadas, demasiado hambrientas como para salir, apoyadas en el vidrio para ver la luz del día antes de morir.
Y así fue, morían, cada hora, a cada minuto”.
David, el hijo de Richard Dimbleby, cuenta en la película: “Era tan estremecedor que al principio la BBC esperó antes de transmitir porque tenían dudas de que mi padre estuviera describiendo fielmente lo que había visto. Corroboraron y luego transmitieron”.
Y agrega una explicación aleccionadora: “Estaba describiendo a gente que ya no se comportaba como seres humanos. Y se entendió el significado de lo que estaba diciendo. Eso no era solamente Alemania. No era solamente esos campos.
Esos podrían ser cualquiera de ustedes, en cualquier parte del mundo, si la civilización se desmorona de esa forma”.
Nos resultaba difícil alejarnos de ese rincón, de la película proyectada una y otra vez. Pero debía hacerlo, porque sobre otra pared , en medio de un mar de fotos, había una pantalla en la que “corría” otra película, otra documentación. Había un grupo de niños , con los trajes a rayas, que mostraban sus números tatuados. Pasaban en un camino marcado por alambres de púa. Iban en camino a los experimentos del demonio Mengele. Es que eran mellizos, algunos gemelos, su interés primordial.
Y junto a la pantalla, una mujer señalaba: “Ahí, esa soy yo…lo recuerdo…recuerdo lo que nos indicaron hacer…no entiendo cómo logré salir”. Vera Krigel Grossman y su hermana melliza lograron salvarse. Y en una inmensa foto familiar que nos mostró después, de alguna celebración redonda , era hasta difícil contar toda la descendencia. Dicho sea de paso, uno de sus sobrinos, es Shai Froindlich, que hace unos años estuvo de misión como Rabino en Uruguay. Shai es hijo de otra de las hermanas de Vera, no su melliza.
Miramos la foto repleta de rostros sonrientes, de niños menores y mayores que la que aparecía en pantalla de traje a rayas en Yad Vashem, de decenas de hijos, nietos, sobrinos, hermanos, cuñados y demás, y le decimos a Vera que aunque no nos gusta la palabra, esa es su venganza. Se sonrió, nos tomó la mano y dijo con voz suave: “Esa es la única venganza posible”.