Esta semana leímos (en Génesis 32) como Iaacov adquiere un nuevo nombre, “Israel”, después de descansar durante la noche con un ángel que representaba el espíritu de Esav. «Ya no será Iaacov tu nombre”, proclamó el ángel derrotado, “sino Israel, porque has luchado con Di-s y con los hombres, y has vencido”.

Y aun así, a Iaacov se lo sigue llamando “Iaakov” en la Torá, aunque también es llamado por su nuevo nombre, “Israel”; desde este punto en adelante, la Torá alterna entre los dos nombres. Lo mismo pasa con el pueblo judío en su conjunto: nosotros somos generalmente llamados “Israel” o los “Hijos de Israel”, pero también hay muchos lugares de la Torá donde se nos llama, como colectivo, “Iaakov” o “La simiente de Iaakov”.

Los maestros jasídicos señalan que el nombre Iaacov se usa cuando nos referimos a nosotros mismos como “sirvientes” de Di-s (como en Ieshaiahu 44:1: “Ahora, escucha, mi sirviente Iaakov”), mientras que el nombre Israel es utilizado al hablar de nosotros como como “hijos” de Di-s (como en Éxodo 4:22: “Mi primer hijo, Israel”).

La diferencia entre un sirviente y un hijo puede ser entendida en muchos niveles. La mayor distinción es, sin embargo, lo que motiva la relación. Ambos, un hijo y un sirviente, sirven al padre/amo y cumplen su voluntad. La diferencia está en por qué lo hacen. Cuando un hijo hace algo por su padre o su madre, lo hace por amor, placer y alegría. El sirviente, por otro lado, no lo hace porque quiere, sino porque debe.

Esta diferencia afecta la calidad de la relación en todo sentido. Mientras el “hijo” y el “sirviente” hacen técnicamente las mismas cosas, hay una enorme diferencia en la naturaleza, la calidad y el impacto de la acción si está hecha con amor y deseo o porque uno se siente forzado a hacerla.

Estos prototipos —el “hijo” y el “sirviente”— existen en todos los tipos de relaciones: en el matrimonio, en la familia, en el trabajo, etc. Hasta puede haber un hijo que en sus sentimientos y acciones hacia sus padres se parezca más a un sirviente, o un sirviente cuyos servicios a su amo se comparen con los de un hijo, por su amor y deseo.

En nuestras vidas como judíos y en nuestra relación con Di-s también existen estos dos prototipos. Nuestro judaísmo puede ser el judaísmo de un “sirviente”: el de alguien que no tiene opción en el asunto y simplemente acepta el hecho de que esto es lo que es y este es su deber. O podemos ser “hijos” de Di-s y regocijarnos en el rol, desearlo, celebrarlo y disfrutar de ello.

El “espíritu de Esav” con el que todos nosotros luchamos es nuestro yo material. Es la parte de nosotros que sólo quiere ser como todos los demás: ganarse la vida y transcurrirla con la menor dificultad posible. Es la parte de nosotros que “acepta” nuestro judaísmo como algo impuesto: hacemos nuestra parte, pero sin el amor, la alegría ni el deseo que conllevan hacer algo que realmente queremos hacer.

Esta es nuestra personalidad “Iaakov”: aquella parte de nosotros que aún lucha con el espíritu de Esav. Pero cada uno de nosotros tiene momentos de triunfo sobre el ángel del materialismo y la apatía. Momentos en los que hasta crecemos ser nuestro propio “Israel”: el nosotros que se regocija en nuestra relación con Di-s y en el rol especial que Di-s nos dio como judíos. Momentos en los que experimentamos nuestra mitzvá no como un deber, sino como un acto de amor y satisfacción personal.

Pero la Torá sabe que no es simplemente cuestión de vencer al ángel y “graduarnos” de nuestra personalidad Iaacov a nuestro yo Israel. Más bien, nos quedamos entre Iaacov e Israel y alternamos entre estos dos modos de nuestro judaísmo. Algunos de nosotros seremos Iaacov la mayor parte del tiempo, mientras que en otros predominará Israel. Pero realmente todos tenemos nuestros momentos Israel, como así también tenemos los momentos en los que volvemos al modo Iaakov.

Esto es porque, incluso después de que Iaacov derrotó al ángel y adquirió el nombre “Israel”, la Torá lo llamó a él —y a nosotros— por ambos nombres. El mensaje tiene doble sentido: en primer lugar, que Di-s valora también nuestro modo Iaacov y aprecia cada buena acción que hacemos, incluso —y quizá especialmente— cuando nos falta la alegría y el deseo y nos forzamos a realizar nuestro deber; y en segundo lugar, que la oportunidad para acceder a nuestro Israel oculto está siempre ahí, así como la de experimentar la alegría y la satisfacción que sentimos al desear y alegrarnos por quiénes somos y por lo que somos, y por nuestra misión en la vida.

Por Yanki Tauber

Fuente: Chabad

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