Hace 70 años, el 14 de mayo de 1948, David ben Gurión y sus compatriotas sionistas se disponían a proclamar la primera comunidad política judía en casi dos milenios. No obstante, los fundadores de Israel se fueron demorando, enredados en minucias textuales.
Yehuda Leib Maimón, representante rabínico del movimiento sionista religioso, dijo que no estaba dispuesto a firmar ninguna declaración de independencia que no hiciera referencia al Dios de Israel. Aharón Zisling, líder laico del partido socialista Mapam, adujo por su parte que no podía afirmar la existencia de un Dios en el que no creía. Los británicos marchándose, los árabes abalanzándose y los judíos, debatiendo sobre la existencia de Dios…
Fue el propio Ben Gurión quien propuso una solución de compromiso: la Declaración de Independencia podría concluir proclamando que cada signatario ponía su confianza en la “Roca de Israel”, Tzur Yisrael, frase de la liturgia judía inspirada en la referencia a Dios como tzuri ve-go’ali, mi Roca y mi Redentor.
Al aludir a la “Roca de Israel” pero evitar cualquier mención explícita a la redención divina, tanto los sionistas religiosos como los ateos podían firmar el texto. Para los creyentes en la Biblia, la frase podía remitir al divino defensor del pueblo judío; para los socialistas laicos, podía hacer referencia a la pétrea resolución del Ejército israelí. El compromiso fue aceptado, y el moderno Estado judío nació eludiendo la cuestión de la existencia de Dios.
Para mí, sionista religioso y aficionado a la historia americana, se trata de algo doblemente penoso. Thomas Jefferson, el deísta autor de la Declaración de Filadelfia, escribió una primera versión sin hacer referencia a los designios divinos. Sin embargo, el Congreso Continental, representante de una América obsesionada con la Biblia, corrigió el dramático final del borrador para que quedara claro que la revolución se había emprendido con una “firme confianza en la Divina Providencia”.
La ironía es difícil de ignorar. Inspirada en la comunidad israelita de la Biblia hebrea, América ordena que se añada una referencia a un Dios providencial en su Declaración de Independencia. Pero en el siglo XX la restaurada comunidad israelita emprende su propio camino eliminando cualquier referencia de ese mismo tipo.
Sea como fuere, para los sionistas religiosos la eliminación de Dios de un documento no elimina el papel de Dios en esa peripecia dirigida por la Divinidad que es la historia judía; de hecho, lo opuesto es lo cierto. Al final de sus días, Sidney Morgenbesser, el entrometido filósofo de Columbia, preguntó: “¿Por qué Dios me hace sufrir tanto? ¿Sólo porque no creo en él?”. Para la gente de fe, la jocosa salida de Morgenbesser remite a algo más profundo: es ese agnosticismo sobre la existencia de Dios lo que a veces reifica esa misma existencia. En un sentido aún más profundo, los acontecimientos que precedieron y sucedieron a la proclamación de la estadidad de Israel son tan asombrosos que sólo la Providencia puede explicarlos.
Harry Truman, miembro de la maquinaria política de Misuri que nadie esperaba se convirtiera en presidente de EEUU, se impuso a su héroe, el general George C. Marshall, y defendió y reconoció el nacimiento del Estado judío. Y lo hizo, en parte, por su relación con un judío llamado Eddie Jacobson, con el que había tenido un negocio textil décadas atrás.
Iósif Stalin, cuyo antisemitismo rivalizaba con el de Hitler, ordenó al bloque soviético en Naciones Unidas que apoyara la partición, y permitió que Checoslovaquia vendiera aviones y armas al Estado naciente. Los judíos de las Fuerzas de Defensa de Israel, luchando contra fuerzas abrumadoras, hicieron gala de una dureza pétrea en su heroica victoria; pero el estudiante honesto de Historia puede ver que eso fue sólo parte de la historia.
Setenta años después de aquel 14 de mayo de 1948, a los sionistas religiosos aún les escuecen las palabras con las que nació Israel. Al mismo tiempo, se reconfortan con el hecho de que lo que sucedió a ese día extraordinario reivindica su propia interpretación de la expresión Tzur Yisrael. En sus memorias, quien fuera gran rabino de Israel, Israel Meir Lau, el más joven superviviente de Buchenwald, describe el momento en que el campo de concentración fue liberado por el III Ejército de Patton. Habiendo esperado tanto ese instante, numerosos reclusos echaron a correr hacia las puertas, y cuando lo hicieron los nazis, en un intento final de asesinar a los prisioneros, abrieron fuego desde la torre de vigilancia. Lau estaba en la línea de fuego; de repente, alguien se echó sobre él y lo cubrió hasta que acabaron los disparos. Sin tener idea de quién le salvó la vida, Lau puso rumbo a Palestina, donde se inscribió en una yeshivá y finalmente accedió al rabinato. El primer cargo para el que fue entrevistado fue el de rabino jefe de Netanya. Tuvo que soportar un interrogatorio de horas por parte del alcalde y su equipo. El vicealcalde, llamado David Anilevitch, que se había implicado mucho en el proceso, se sentó a un lado y, extrañamente, no dijo nada. Cuando la entrevista estaba a punto de concluir, Anilevitch se levantó y dijo:
Amigos, honorable rabino, antes de que nos marchemos, permitidme hacer mi aportación (…) Yo volví a la vida el 11 de abril de 1945. Había sido deportado (…) a Buchenwald. El 11 de abril, los aviones americanos sobrevolaron el campo en círculos. Los prisioneros (…) salimos de los barracones. Cuando echamos a correr, nos cayó una lluvia de balas. Entre los que corrieron hacia las puertas había un chaval… Salté sobre él, le eché al suelo y le cubrí para protegerlo de las balas. Y hoy lo veo aquí, vivo y en buen estado. Ahora os digo a todos: yo, David Anilevitch, fui salvado de ese horror, luché en el Palmaj y ahora soy el vicealcalde de una ciudad israelí.
Entonces, Anilevitch golpeó la mesa, haciendo que los vasos se agitaran, y dijo:
Si tengo el honor de ver a ese muchacho, al que protegí con mi cuerpo, convertido en mi líder espiritual, entonces he de deciros que hay un Dios.
Un milagro es un acontecimiento que no debería haber ocurrido. Para nosotros, ha solido significar que se partiera el mar, se detuviera el sol o se abriera la tierra. Pero, por esa misma razón, también es un milagro que Israel naciera, y que haya perdurado como lo ha hecho. Es un milagro que, luego de una generación en la que tantos judíos hubieron de crecer sin padres, para qué hablar de sus abuelos, hayamos experimentado el cumplimiento de la profecía de Zacarías de que los abuelos verán a sus nietos jugar en las calles de Jerusalén. Es un milagro que, luego de la desaparición de tantas civilizaciones, los niños judíos sigan naciendo. Es un milagro que, aunque el antisemitismo sigue haciendo presa en las naciones de Europa que persiguieron a los judíos durante tanto tiempo, la religión judía florezca en Israel incluso ahora que una Europa secularizada experimenta un declive demográfico.
Más que ningún otro acontecimiento de los últimos 70 años, el Estado que nació evitando hacer la menor referencia explícita a Dios sigue siendo el mayor argumento en pro de la existencia de ese mismo Dios. Por eso es por lo que muchos judíos, en el 70 aniversario de la independencia de Israel, recitarán con renovado fervor oraciones que hace 70 años se hicieron realidad, al menos parcialmente:
Oh roca de Israel,
álzate en defensa de Israel,
y redime, como prometiste,
a Judá y a Israel.
Nuestro redentor, el Señor de los Ejércitos es tu Nombre, el nombre sagrado de Israel.
Bendito seas, oh Señor, que Redimiste a Israel.
© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio