El 14 de mayo de 2018, en el momento exacto en que Israel festejaba la apertura de la nueva embajada estadounidense en Jerusalén, yo me encontraba en Tel Aviv, sentado frente a un alto funcionario israelí. Estaba de muy mal humor. Parecía que no había dormido mucho. Se frotó los ojos, se rascó la barba de varios días y de pronto soltó: “¡Gaza es un problema del demonio!”.
En plena algarabía por el traslado de la embajada, los funcionarios israelíes empezaron a entender que las protestas que habían estallado el 30 de marzo, celebradas en las redes sociales como la Gran Marcha del Retorno, no iban a terminar pronto. Y a los israelíes les estaba resultando cada vez más difícil lidiar con ellas.
Israel está preparado para lidiar con una amplia variedad de tipos de guerra, pero no contra las llamadas armas de los débiles. Los gazatíes se pusieron a lanzar globos incendiarios desde su lado de la frontera. Según un portavoz del Ejército israelí, la organización terrorista Hamás pagaba a los niños para que se saltaran las clases y acudieran a la frontera. Los milicianos disparaban a Israel desde detrás de esos escudos humanos. Al no poder dispersar a la multitud con gases lacrimógenos u otros métodos de control de masas, las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) empezaron a abrir fuego.
Mi interlocutor dejó escapar un profundo suspiro y confesó: “Por el momento no tenemos soluciones creativas para eso”.
Ha pasado un año. Las protestas semanales en Gaza han continuado, y los muertes y el caos han seguido acumulándose. Cada pocos meses estalla una conflagración. En la más reciente, este mismo mayo, organizaciones terroristas palestinas dispararon más de 700 cohetes contra Israel. Cuatro israelíes fueron asesinados. La respuesta israelí fue previsiblemente dura, pero contenida, e incluyó la destrucción de escondrijos terroristas e incluso algunos asesinatos selectivos.
A los pocos días se llegó a un alto el fuego. Pero no durará. Todas las escaladas en Gaza devuelven a Israel al mismo lugar y preparan el escenario para un nuevo conflicto. La frustración en Israel es palpable. Como un burócrata de Jerusalén me dijo en vísperas de las elecciones del mes pasado: “¿Para qué nos sirve tener el ejército más fuerte de la región, si no podemos librarnos de un incordio como Hamás?”.
Los israelíes de todas las tendencias políticas dicen que es hora de un cambio. Pero es probable que no encuentren buenas alternativas a lo que se considera un statu quo insostenible. Una ofensiva importante en Gaza podría resultar contraproducente y precipitar un conflicto con Irán; desencadenar tóxicos debates partidistas en Washington e incluso obligar a Israel a hacer algo que quiere evitar a toda costa: reocupar Gaza.
Total, que también en ese infierno hay varios círculos o niveles.
Para Israel, Gaza ha venido siendo un desafío constante –pero no una amenaza estratégica– desde la Guerra de Independencia (1948). Entonces eran los fedayines, respaldados por Egipto, quienes perpetraban atentados en Israel. En la Guerra de los Seis Días de 1967, la Franja fue campo de batalla. Hubo un tiempo, tras la conquista israelí del territorio, en que los israelíes podían acudir a Gaza y desarrollar actividades comerciales allí. Pero todo eso llegó a su fin en diciembre de 1987: Gaza fue el lugar donde hizo erupción la Primera Intifada.
Hamás viene lanzando proyectiles de mortero y cohetes desde Gaza hacia Israel desde la ruptura del proceso de paz, en 2001. Israel agravó inadvertidamente el problema cuando evacuó la Franja, en 2005; la retirada puso fin a la ocupación israelí, pero dio más libertad operativa a Hamás, sobre todo a partir de 2007, cuando arrebató el control del territorio a la Autoridad Palestina (AP) en una brutal guerra civil. Enseguida, Hamás empezó a importar más armas y a desarrollar nuevas capacidades.
Desde entonces ha habido media docena de enfrentamientos importantes entre Israel y Hamás, así como numerosas escaramuzas menores. Aunque Hamás ha desarrollado túneles y otras capacidades, los cohetes siguen siendo su arma más socorrida.
Para Israel, la necesidad es un incentivo para la innovación. En 2011 los israelíes desplegaron uno de los más extraordinarios logros militares del siglo XXI: la Cúpula de Hierro, que toma decisiones cruciales en décimas de segundo para interceptar proyectiles que tienen por objetivo núcleos urbanos o permitir que otros sigan su curso e impacten en zonas despobladas. La tasa de éxito de estas funciones combinadas está entre el 85 y el 90%.
Aun cuando los ataques de Hamás han aumentado drásticamente, la Cúpula de Hierro ha seguido protegiendo a los ciudadanos israelíes. Los altos mandos de las FDI apuntan correctamente que el sistema brinda a los oficiales tiempo y espacio para tomar decisiones racionales. Y esas decisiones han permitido a Israel responder con frecuencia de forma limitada y proporcional. De hecho, los israelíes nunca han buscado un conflicto de mayor alcance porque consideran que Hamás es una amenaza táctica, no existencial. Hamás, simplemente, no puntúa demasiado alto en la lista de amenazas que justifican otro tipo de guerra. Lo cual ha permitido a la referida organización sobrevivir para seguir luchando, una y otra vez.
Algunos sostienen que Israel tiene ahora una falsa sensación de seguridad sobre los peligros de los cohetes de Gaza. No es falsa. Israel se ha vacunado en gran medida contra ella, así como contra otros desafíos de seguridad que ha planteado Hamás.
Lo cierto es que es Hamás quien tiene una falsa sensación de seguridad. Sin duda, ha intentadosuperar la Cúpula de Hierro por saturación, pero ha fracasado constantemente en el empeño. Así pues, las hostilidades han seguido un patrón predecible. Ahora, Hamás dispara proyectiles a zonas habitadas sin consecuencias significativas en términos de bajas o represalias.
Pero al normalmente cauto primer ministro Netanyahu le está resultando cada vez más difícil mostrarse comedido. La opinión pública teme que Israel haya perdido poder de disuasión. Si verdaderamente lo tuviera, a sus enemigos en Gaza les habría quedado claro que el mero despliegue de la Cúpula de Hierro anticiparía una respuesta torrencial. En su lugar, Israel no ha hecho más que recibir ataques y responder con contención. Es posible que esta vez lo haya hecho para asegurar la calma durante el festival de Eurovisión y el Día de la Independencia. Sea como fuere, lo cierto es que siempre hay motivos para refrenar a las FDI. Y la inquietud de los israelíes va en aumento.
Ahora que la opinión pública israelí está agitada, las FDI observan con preocupación el gran conflicto que se veía venir hace doce años: una lucha interminable contra un actor no estatal bien entrenado y armado. También observan con preocupación a Irán.
Gaza es ampliamente reconocida como un territorio palestino. Pero también es iraní. Fue Irán quien ayudó a Hamás a conquistarlo en 2007. Fue Irán quien siguió preservando la solvencia deHamastán hasta la ruptura del régimen chií con la organización suní por la cuestión siria (2012). La financiación iraní se ha restablecido, pero aún no ha recuperado los niveles previos a 2012, sobre todo por las contundentes sanciones estadounidenses a Teherán. Ahora bien, los lazos son otra vez fuertes.
La lluvia de cohetes de este mes de mayo fue casi sin duda precipitada por Irán. Todo empezó con unos ataques de francotiradores de la Yihad Islámica Palestina (YIP), facción terrorista sobre la que Irán ejerce una gran influencia. Los oficiales israelíes creen que el ataque fue probablemente ordenado por Teherán para desbaratar la mediación egipcia en el alto el fuego entre Hamás e Israel.
Si Israel optara por expulsar a Hamás de Gaza, habría muchas posibilidades de una respuesta iraní. Los israelíes habrían de prever entonces una lucha fiera por parte de Hamás, que recibiría asistencia de asesores y satélites iraníes como la YIP y Harakat al Sabirín. Irán no va a rendir el territorio sin luchar.
También está la posibilidad de que Irán ponga en acción en el Líbano a su satélite Hezbolá. Se estima que Hezbolá tiene unos 150.000 cohetes, entre los que hay crecientes cantidades de proyectiles de precisión. Si Teherán optara por activar a Hezbolá en medio de una guerra en Gaza, un conflicto en dos frentes dejaría pequeña la actual campaña cohetera en la Franja.
Mientras las amenazas se acumulan, se puede estar agotando el tiempo para la cobertura política que Israel necesita para esa guerra en Gaza que no quiere pero que quizá tenga que librar de todas formas. Los líderes israelíes están trabajando bajo el supuesto de que sólo el presidente Donald Trump (o, más específicamente, su Administración) daría a las FDI luz verde para librar la muy postergada guerra contra Hamás, o incluso contra Irán y sus demás satélites.
Para los israelíes, depositar su confianza en Trump significa asumir dos riesgos. El primero es que quizá contraigan una gran deuda que el presidente norteamericano podría cobrarse en forma de concesiones en el proceso de paz. Aunque lo cierto es que, por lo poco que sabemos del “Acuerdo del Siglo” de Trump, es poco probable que Jared Kushner y Jason Greenblatt presionen demasiado –o siquiera algo– a los israelíes.
El segundo, mucho mayor, es que Israel se acabe convirtiendo en un elemento de confrontación en EEUU.
No es difícil entender cómo podría suceder. La Administración Obama dio a los israelíes quebraderos de cabeza como el acuerdo nuclear con Irán, su apoyo a los Hermanos Musulmanes durante la Primavera Árabe y su abstención en una célebre resolución antiisraelí en Naciones Unidas. En cambio, Trump les ha ofrecido su inquebrantable apoyo en cuestiones vitales como la defensa propia, el traslado de la embajada estadounidense o el reconocimiento de la soberanía en los Altos del Golán. Mientras, una vociferante panda de progresistas en la Cámara de los Representantes está expresando opiniones antiisraelíes de un modo insólito. Y aunque los demócratas proisraelíes de centro no han flaqueado, están advirtiendo a Trump de que no permita a Netanyahu jugar con decisiones incendiarias como la anexión de partes de la Margen Occidental. Los republicanos han aprovechado estas fisuras, y Trump está encabezando el llamamiento a los votantes judíos para que dejen de dar su proverbial apoyo a los demócratas y se unan al Partido Republicano.
Si se llegara al conflicto, los demócratas proisraelíes y los republicanos darían su apoyo a Israel. Entienden la gravedad, incluso la necesidad, de una guerra en Gaza. Pero los críticos atribuirían a Israel el papel de agresor, un Israel conchabado con Trump. Por lo tanto, se podría caracterizar fácilmente el próximo conflicto como uno de tipo binario en términos políticos, donde los estadounidenses homologaran sus puntos de vista sobre la seguridad israelí como una postura a favor o en contra de Trump.
Las decenas de funcionarios y exfuncionarios israelíes con los que he hablado en los últimos tres años creen que el bipartidismo ha sido desde hace mucho el mayor activo de su país en Washington. Sin embargo, no entienden, en realidad, el modo en que el hiperpartidismo se ha impuesto en Washington. Tampoco son conscientes de cómo los estrechos lazos de Netanyahu con Trump se pueden utilizar por ambas partes de modos que perjudiquen a Israel en un momento de imperiosa necesidad.
Israel podría vadear la ciénaga de la política estadounidense, obtener apoyo bipartidista para una guerra en Gaza y lograr expulsar a Hamás del territorio. Pero entonces tendría que lidiar con otra gran cuestión: qué hacer después.
La Oficina de Coordinación para las Actividades del Gobierno en los Territorios (COGAT) de las FDI facilita actualmente la entrada diaria de miles de camiones de mercancías a la Franja, a pesar del bloqueo militar vigente para impedir el ingreso en el territorio de materiales de doble uso y armas sofisticadas. Es decir, que Israel tiene dos políticas: una es aislar a Hamás; la otra, permitir que se puedan brindar servicios a la población gazatí.
En aras de la tranquilidad, Israel incluso se ha aliado con Turquía y Qatar, a pesar del clamoroso antisionismo de ambos países y de su apoyo a Hamás. Les ha permitido proporcionar fondos y otras ayudas al enclave costero. Sin embargo, el sufrimiento de los gazatíes persiste, porque Hamás sigue desviando fondos para túneles, cohetes y otros instrumentos de guerra. Y bajo su régimen no hay mucho espacio para desafiar estas políticas. La única forma permisible de protesta es el antiisraelismo. Esto sólo ha servido para radicalizar más a una población que lleva años con una dieta basada en el odio.
Los israelíes desde 2007, junto a los egipcios desde 2013, se han propuesto remodelar el paisaje político de Gaza. Se trata de la primera y mejor opción para Israel. Pero, hasta ahora, ha fracasado. Las alternativas viables a Hamás son la esclerótica Autoridad Palestina, los grupos salafistas radicales y la YIP, apoyada por Irán. Podría haber otras, como Mohamed Dahlán, el caudillo gazatí que se exilió en Emiratos tras la conquista hamasina de la Franja (2007). Pero sabemos poco de sus capacidades para organizarse políticamente, o de si Gaza rechazaría su liderazgo trasplantado –a modo de corazón artificial– después de tantos años fuera del enclave.
La alternativa evidente a todo esto es la reocupación. Que sería profundamente impopular en Israel. Para muchos, impensable. Los israelíes controlaron Gaza entre 1967 y 2005, y no coordinaron su salida con sus homólogos palestinos, con lo que pareció que se retiraron por el fuego de los cohetes de Hamás. Esta percepción contribuyó en parte a la victoria electoral de la propia Hamás en 2006, elecciones que condujeron al empantanamiento político palestino que abrió paso a la guerra civil en la que Hamás se hizo con la Franja.
Catorce años después de la retirada israelí de Gaza, siguen cayendo cohetes sobre Israel. Doce años después de que Hamás se hiciese con el poder, la organización islamista sigue atrincherada en la Franja. Ocho años después de la puesta en funcionamiento de la Cúpula de Hierro, los israelíes están sin duda más seguros, pero siguen como estaban, muy pendientes de la frontera con Gaza…
© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio