Por Jonathan S. Tobin
A veces, los mejores acuerdos son los que no se hacen. El ataque del otro domingo en los Altos del Golán, en el que las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) repelieron un asalto del ISIS, terminó con cuatro terroristas muertos y ninguna baja israelí. El incidente fue la primera confrontación directa entre miembros del ISIS y el Estado judío. Pocos se atreverían a decir que será la última. Seguramente, la mayoría de los israelíes estará rezando para dar las gracias por el fracaso de los anteriores intentos de los líderes israelíes de cerrar un acuerdo con Damasco que les habría hecho renunciar al estratégico altiplano que se alza sobre el Mar de Galilea. Los que, desde Washington y otras partes, están presionando a Israel para que haga más cesiones de territorio que un día podrían acabar bajo el dominio de los terroristas islamistas se niegan a aprender una importante lección.
En 1992, cuando fue electo primer ministro, Isaac Rabín pensaba que Siria era la mejor opción de Israel para la paz. Mientras que el asistente de Simón Peres, Yosi Beilin, iniciaba las conversaciones secretas que dieron lugar a los Acuerdos de Oslo sin el conocimiento de Rabín, el primer ministro se concentraba en intentar negociar otro acuerdo distinto para intercambiar tierra por paz con Hafez al Asad, padre del actual dictador de Siria e igual de criminal que él. El historiador Itamar Rabinovitch, que había dedicado su labor académica a la idea de que Israel había dejado pasar varias oportunidades para hacer la paz con dictadores sirios anteriores, fue nombrado embajador en Estados Unidos y jefe de las negociaciones con Damasco. Pero, a pesar del genuino deseo de Rabín de llegar a un acuerdo, las negociaciones indirectas con los sirios fracasaron. Asad padre no tenía ningún interés en que hubiese más hostilidades con el Estado judío y quería el Golán, pero jamás tuvo la menor intención de firmar la paz. Esas iniciativas se vieron finalmente desbancadas ante la jugada maestra de Beilin y Peres al conseguir que la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) aceptara la oferta de Israel, que llevó a Yaser Arafat a tomar el poder en la Margen Occidental y Gaza.
Pero esa no fue la última vez que los israelíes flirtearon con Damasco. En su primera legislatura, a finales de la década de los 90, Benjamín Netanyahu también coqueteó con la idea de llegar a un acuerdo con el clan Asad. Intercambió mensajes secretos con Damasco a través del filántropo estadounidense Ron Lauder. Netanyahu y sus asesores negaron categóricamente que hubiesen ofrecido una retirada total del Golán, como algunos afirmaban. Pero reconocieron que Asad había pedido un mapa que concretara las fronteras que los israelíes estuviesen dispuestos a aceptar. Puede ser que este intento fracasara porque Asad exigiese la retirada hacia la costa del Mar de Galilea, o por el hecho de que, como ocurrió cuando lo intentó Rabín, los sirios jamás fueran en serio respecto a la paz. En cualquier caso, es evidente que Netanyahu, como mínimo, estaba dispuesto a ceder la mayor parte del Golán.
En aquel entonces ambas iniciativas parecían razonables, ya que el de Asad era un régimen estable –aunque brutal– que había cumplido escrupulosamente los términos del acuerdo sobre la separación de fuerzas que puso fin a la Guerra del Yom Kipur (1973). Nadie previó que Siria colapsaría tras la Primavera Árabe y que se iba a desatar una orgía de sangre en la que el país se convertiría en una base para el ISIS y los aliados de Asad: Irán, Hezbolá y Rusia. Nadie, ni siquiera los miembros de la izquierda más extrema de la política israelí, se atrevería a proponer hoy una retirada del Golán, ya que dicha propuesta se consideraría descerebrada. Si Rabín o Netanyahu hubiesen tenido éxito, el Golán sería un campo de batalla más en la guerra civil siria, y habría puesto el norte de Israel en un peligro aún mayor que el actual, dada la posibilidad, siempre presente, de una nueva pugna con los terroristas de Hezbolá establecidos en el Líbano.
Como aprendieron los israelíes cuando retiraron cada soldado, colono y asentamiento de Gaza en 2005, para después ver que la Franja se convertía rápidamente en un Estado terrorista dirigido por los islamistas de Hamás, la implacable ley de las consecuencias no deseadas se cierne sobre todos los acuerdos de paz en ese peligroso vecindario. Repetir el experimento en la Margen Occidental, con la renuncia al valle del Jordán, sería, como dijo hace poco el exdirector de la Shin Bet Avi Dichter al Jerusalem Post, tan disparatado como retirarse del Golán. Lo mismo ocurre con la idea de que retirarse de la Margen no será un desastre como el de Gaza pero a mayor escala. Israel quiere y necesita la paz, pero renunciar a un territorio estratégico en una región donde incluso los regímenes árabes más estables se derrumban bajo el peso de sus contradicciones es una apuesta temeraria. Los amigos del Estado judío no deberían obligarle a asumir ese riesgo.
© Versión original (en inglés): Commentary
© Versión en español: Revista El Medio