Si la ferocidad judeófoba pudiese barrer al Estado de Israel de la faz de la tierra, es probable que se escriban artículos como el que sigue. Por razones de espacio, sólo llega hasta los Acuerdos de Oslo.
Empezaría así: ¡Qué lástima! ¡Qué tragedia! Desapareció Israel y se produjo un agujero negro. No advertimos que durante dos mil años de exilio anhelaste resucitar. Y lo empezaste a hacer con renovada fuerza hacia fines del siglo XIX con el idealismo sionista.
Un idealismo joven, ilustrado, constructivo. Oleadas entusiastas se alejaron de los pogromos o abandonaron comodidades para arar en el desierto, secar pantanos y forestar entre las piedras.
Nada quitaron a los pocos vecinos árabes que vivían en la antigua Judea y Samaria, abandonadas y despreciadas por el arcaico imperio otomano.
El progreso que produjeron atrajo a muchos egipcios y sirios. Es decir, no sólo hubo inmigración judía, sino también árabe, que siguió a la judía.
¡Perdón, Israel! Porque no reconocimos que mucho antes de tu independencia luchaste por ella al combatir contra el imperio otomano en la Primera Guerra Mundial, confiando que los ingleses —más modernos— ayudarían a tu completa resurrección, como prometieron en su Declaración Balfour.
Pero los ingleses pronto traicionaron su palabra. Toleraron pogromos en Tierra Santa y aceptaron que el Mufti de Jerusalén importara el nazismo que pactó con Hitler y Ante Pavelic.
Además, Gran Bretaña bloqueó la inmigración judía después del Holocausto con Libros Blancos impiadosos.
Fue perverso. Pero pese a esas dificultades los sionistas continuaron desarrollando el país con rutas, escuelas, nuevas poblaciones, bosques, arte, cultivos, hospitales, centros de educación superior e instituciones democráticas.
¡Perdón, Israel! Porque ayudaste con mucho sacrificio a los Aliados en la Segunda Guerra Mundial, pero los Aliados ni siquiera bombardearon los campos de exterminio ni las vías que conducían a ellos.
Y después de la Guerra, sin siquiera apuraron tu independencia. Al contrario, hubo que sudar en las Naciones Unidas para conseguir algo. En esa instancia, la ilusión soviética de que Israel podría ser un Estado comunista produjo la histórica Declaración Gromyko.
Entonces se llegó al 29 de noviembre de 1947, en que una mayoría de los países miembros votaron la Partición de Palestina en dos Estados: uno árabe y otro judío. Al Estado judío se le otorgaba la parte más desértica del país y se fijaron sus fronteras lejos de Jerusalén. Pese a ello, los judíos aceptaron y celebraron la Resolución.
No la aceptaron los árabes. Además, prometieron “arrojar a los judíos al mar” y dejar empequeñecidas las matanzas de Gengis Khan. Quienes dudan o niegan esto, que relean la prensa de entonces.
¡Perdón, Israel! Porque en aquellos meses decisivos el mundo se negó a ayudarte. Ningún país accedió a venderte armas debido a que estaban seguros de tu derrota y, como cadáver, no las podrías pagar.
La comunidad judía de Tierra Santa tuvo que defenderse con uñas y dientes, sola, frente a seis feroces ejércitos enemigos.
¡Perdón, Israel! Porque no escuchamos tu Declaración de la Independencia que ofrecía paz a los árabes. ¡Los ejércitos invasores no fueron condenados! A la inversa, hasta había oficiales ingleses y nazis en sus filas.
¡Perdón, Israel! Porque en la desesperada defensa que debías realizar bajo condiciones tan adversas, se produjeron refugiados árabes.
Y no se realizaron esfuerzos para reubicarlos, compensarlos e integrarlos, como se hizo con las decenas de millones de refugiados alemanes, griegos, indios, pakistaníes y de otros países que habían sufrido guerras.
Por el contrario, se decidió mantenerlos encerrados en miserables campos de concentración para utilizarlos como un futuro instrumento de guerra contra Israel. Hasta se les prohibió comprar propiedades en sus nuevos países de residencia.
¡Perdón, Israel! Porque no fue denunciada con fuerza esta cínica discriminación que practican los mismos Estados árabes contra los árabes provenientes de Palestina. Son los únicos refugiados a los que se les niega integrarse en los lugares donde residen, para que algún día te ahoguen, Israel.
¡Perdón, Israel! Porque no hubo protestas contra la expulsión de enteras comunidades judías que perpetraron los países árabes. Ochocientas mil personas debieron dejar sus hogares con lo que tenían puesto.
Era en venganza por haber sufrido una derrota humillante. Y, de paso, convertir en realidad el anhelo nazi de territorios Judenrein. Había caído el nazismo, pero no su máxima ambición.
¡Perdón, Israel! Porque en aquellos años muy difíciles Occidente mantuvo el embargo de armas sólo contra ti, debido a que ese embargo no funcionaba con los árabes. El único país que entonces se atrevió a contradecirlo fue Checoslovaquia.
Tu defensa era frágil, Israel, y estabas pasando por graves problemas internos. ¡Hay que recordar! Recibías largas columnas de sobrevivientes del Holocausto, que llegaban enloquecidos y trastornados, y que antes Gran Bretaña no les permitió desembarcar. Recibías a los centenares de miles de refugiados judíos que llegaban de los países árabes.
No tenías suficiente comida y tuviste que imponer el racionamiento. En simultáneo, debías seguir vigilando tus fronteras, que no era tales, sino precarias líneas de cese del fuego.
¡Perdón, Israel! Porque el mundo no exigió que las porciones de Palestina que quedaron en manos de Jordania y Egipto se convirtiesen en un Estado árabe palestino independiente.
No. Judea, Samaria y Jerusalén oriental fueron anexadas por Transjordania, que cambió su nombre en base a esta transgresión, pasándose a llamar Jordania (ambas márgenes del río Jordán).
Y Egipto se quedó con Gaza. Ni una sola protesta contra este robo a los habitantes árabes de Palestina por parte de sus mismos hermanos.
Ni una. Durante casi dos décadas no se habló de un Estado árabe palestino, sino solamente de destruir a Israel. Para colmo, mientras en Israel su pacífica población árabe se integraba y mejoraba el nivel de vida, en los campos de refugiados palestinos se padecía hambruna y un cultivo incendiario del odio.
¡Perdón, Israel! Porque desde que se firmó el armisticio (1949) hasta la Guerra de Suez (1956), Egipto entrenaba fedayines que partían desde Gaza con el propósito de cometer la mayor cantidad posible de asesinatos contra civiles.
No hubo protestas ni condenas por esa criminal agresión. Ninguna. En 1956 estalló el conflicto por el Canal de Suez. Israel necesitaba poner fin a la incesante incursión de fedayines.
Quería hacer saber al presidente Nasser que sus delitos no serían tolerados. En poco tiempo conquistó Gaza y la entera península del Sinaí. Pero un acuerdo de Estados Unidos y la Unión Soviética exigió el inmediato retiro de Israel, sin que obtuviera ningún compromiso sobre el cese de las incursiones de fedayines. Sólo consiguió que un contingente de la ONU patrullase su frontera.
Los atentados contra Israel prosiguieron, como era de prever. No sólo desde Egipto, también desde Siria y Jordania. En 1967 Nasser decidió borrar a Israel de una santa vez. Bloqueó el golfo de Akaba, llenó de tropas el Sinaí y manifestó sin afeites que se lanzaría a una guerra despiadada desde el sur, mientras Siria bombardearía desde el norte.
Exigió que las tropas de la ONU se fueran, para tener abierta su llegada al corazón de Israel.
¡Perdón, Israel! El mundo no se manifestó contra este inminente genocidio. Un genocidio de verdad. La ONU, en vez de aumentar su dotación de fuerzas para impedir la matanza, obedeció a Nasser.
Entonces Israel, ante un riesgo mortal, tomó la iniciativa poco antes que sus enemigos. Fue la Guerra de los Seis Días, en la que derrotó a Egipto, Siria y Jordania. Pero de nuevo el mundo no fue justo con Israel. Resonaban en todos los medios internaciones la exigencia de que Israel se retirase de los territorios conquistados.
Era el triunfador y debía comportarse como el vencido. Era la primera vez en la historia del mundo que se realizaba semejante inversión de roles.
Los diplomáticos no accedieron a respaldar la legítima exigencia de Israel para que terminase la hostilidad árabe. No machacó sobre el deber árabe de reconocer a Israel y permitir que esa región empezara a vivir en paz. Una paz duradera. No.
Predominó la tesis de que Israel debía retirarse sin exigir nada. Como si hubiera sido quien deseó esa desproporcionada guerra.
Los dirigentes de los países árabes se reunieron pronto en Jartún (Sudán) y firmaron los célebres y nefastos Tres No: no reconocimiento de Israel, no paz con Israel y no negociaciones con Israel. Semejante ofensa y agresividad no fue replicada por el mundo.
Mientras, en los territorios que antes habían pertenecido a Egipto, Siria y Jordania los árabes recibieron buen trato por parte de las autoridades israelíes.
Sus municipios continuaron siendo gobernados por árabes, lo mismo que sus mezquitas, escuelas, centros de salud y organizaciones sociales. Empezaron a mejorar su nivel económico por el flujo de turistas y el intercambio comercial. Sus espacios eran recorridos sin problemas.
No había muros de separación ni check points. Muchos jóvenes que habían sido jordanos empezaron a estudiar en establecimientos israelíes. Hasta que el clima de mutuo acercamiento fue roto por los atentados de varios grupos terroristas, en especial la OLP.
Baste de ejemplo el asesinato de atletas israelíes en las Olimpíadas de Múnich. En octubre de 1973, Egipto sorprendió a Israel durante el recogimiento de Iom Kipur. Su inesperado ataque le dio gran ventaja. Siria atacó por el norte.
La conflagración fue más sangrienta que nunca. Israel podía ser derrotado y, en consecuencia, desaparecer. Es el único país del mundo que no puede permitirse una sola derrota, porque implicaría su extinción.
¡Perdón, Israel! Porque el mundo se limitó a contemplar. Tras duras batallas, Israel logró expulsar al invasor. Entonces comenzaron las negociaciones, que exigían —otra vez— retiradas israelíes sin compromisos de la otra parte. Los sacrificios y esfuerzos sólo debía hacerlos Israel.
Nada importante se pedía a los Estados árabes. Basta con leer la prensa de ese tiempo. Unos cinco años después, el presidente Anwar el Sadat de Egipto se ofreció a visitar Israel como gesto de buena voluntad.
Israel lo aceptó enseguida, con enorme júbilo. Sadat se asombró por la vibrante bienvenida que le dio su población, que hizo flamear banderitas de Egipto e Israel en el camino que llevaba del aeropuerto hasta Jerusalén.
Como registra la historia, este gesto fue recompensado por Israel con enormes concesiones: devolvió pozos petroleros, carreteras y aeropuertos en el Sinaí, cedió los hermosos centros turísticos que había construido en Sharm el Skeik y Taba. Incluso ofreció entregarle la Franja de Gaza, pero Egipto prefirió no hacerse cargo de los palestinos que allí vivían.
Fue otra prueba del inconfesado malestar que le producen. Las organizaciones guerrilleras palestinas, con apoyo soviético y cubano, ignoraron el camino de la paz y aumentaron sus ataques contra objetivos civiles.
La OLP se hizo fuerte en Jordania e intentó apoderarse de su gobierno. Entonces el rey Hussein no tuvo piedad y lanzó sus tropas contra ella. Siria no le permitió refugiarse en su territorio.
Los palestinos, cercados, sufrieron la muerte de unas veinte mil personas. Los jefes de la OLP consiguieron llegar al Líbano y, desde allí, organizaron nuevas incursiones asesinas contra Israel.
¡Perdón, Israel! El mundo no condenó semejante conducta. Los atentados no cesaban. Entonces Israel se vio obligado a ingresar en el Líbano para terminar con la plaga. Por desgracia, los conflictos étnicos, religiosos y políticos que existían en ese país agravaron esa trágica conflagración.
Finalmente, la cúpula de la OLP decidió emigrar a Túnez. La acción corrosiva de las organizaciones guerrilleras envenenaron la atmósfera en los llamados “territorios ocupados” (que Israel tuvo la prudencia de no incorporar a su soberanía, como había hecho Jordania en 1949).
El resultado fue un levantamiento llamado “Intifada” que sorprendió tanto a israelíes como árabes. Mientras, el mapa del Medio Oriente sufría graves sacudones: en Irán se impuso el régimen de los ayatollas y pronto estalló una espantosa guerra de ese país con Irak.
En el sur del Líbano se afirmó la organización shiíta Hezbollá. Después Irak se apoderó de Kuwait y estalló la primera Guerra del Golfo. El líder de la OLP se embanderó con el presidente de Irak, que terminó derrotado. Fue el momento en que Israel consideró posible llegar a un acuerdo con la desprestigiada OLP.
El debilitado Arafat aceptó participar en las conferencias de Oslo y se dieron grandes pasos hacia un arreglo amistoso.
A partir de ese momento, y gracias a la aparente buena disposición de los árabes, Israel permitió que los árabes de Palestina consiguieran lo que jamás tuvieron en toda su historia: un gobierno autónomo. Nunca, pero nunca, los árabes de Palestina pudieron obtener semejante institución.
Entendemos que no les alcanza, que quieren más, que prefieren un Estado independiente. Muy atendible. Pero ese Estado será viable en la medida en que esté comprometido con la paz y el desarrollo.
No para imitar a Hamás y construir túneles que permitan asaltos al corazón de Israel o acumular misiles y explosivos en escuelas, hospitales y mercados para que no se los pueda combatir sin generar víctimas civiles.
¡Perdón, Israel! Por no exigir a la Autoridad Palestina —que existe gracias a ti— una conducta orientada hacia una paz confiable y duradera. Por no exigirle que estimule sentimientos de confraternidad con los judíos. Por no acusarla de permitir —y fomentar— prédicas llenas de odio.
Fuente: Estado de Israel
Este ensayo está incluido en el nuevo libro de Marcos Aguinis, “Incendio de ideas”, (Sudamericana)
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