Por Rabino Benjamín Blech – Recientemente ha habido un aluvión de libros nuevos presentando lo que los autores consideran un caso inexorable de la supervivencia de la consciencia más allá de la muerte, extraído de la mecánica cuántica, la neurociencia y la filosofía moral.
Pero tengo que confesar que tener la información confidencial que me dio el judaísmo – mucho antes de la publicación de estos nuevos descubrimientos que afirman saber lo que pasa después de nuestra “completa vida de 120”- es mucho más satisfactorio que la más convincente, y supuestamente científica, validación de la creencia en una vida después de la muerte.
Es verdad, la tradición judía nunca enfatizó o siquiera habló en gran detalle sobre las especificidades del Mundo Venidero. Era simplemente algo sabido, un hecho concreto, como lo explicaron los comentaristas bíblicos, en la noción de que estamos creados “a imagen de Dios”. Como Dios es eterno, hay algo dentro de cada uno de nosotros – la esencia Divina que representa nuestra identidad y a la que nos referimos como nuestra alma – que necesariamente debe ser igualmente eterno e inmortal.
Nuestras almas nos acompañan en nuestra travesía por la vida y no nos abandonan con el final de nuestra existencia física.
Nuestros cuerpos, al ser creaciones materiales, vienen del polvo de la tierra y tienen que volver a su fuente; se desintegran cuando son enterrados. Pero nuestras almas son el regalo de “Sí Mismo” que Dios insufló en nosotros. Nos acompañan en nuestra travesía por la vida y no nos abandonan con el final de nuestra existencia física.
El judaísmo no reside en lo obvio. Por supuesto que hay vida después de la muerte; sin ella la vida se volvería una flor de un día, posiblemente hermosa mientras durara pero, al final de cuentas, carente de significado. La Torá registró el pasado como historia y prefirió dejar el futuro como un misterio. Su propósito fue principalmente ser un “árbol de vida” preocupada por enseñarnos cómo mejorarnos a nosotros mismos y a nuestro mundo mientras habitamos en él. Los detalles de nuestra existencia post-terrenal en general fueron dejados sin registrar. Habrá tiempo suficiente para que descubramos el plan Divino para el Mundo Venidero –una vez que lleguemos allí.
Pero si vamos a llevar vidas con un correcto sentido de responsabilidad y propósito, hay algunas cosas que los Sabios se dieron cuenta que tenemos que saber. Por eso nos dejaron echar un vistazo al futuro después de nuestras muertes.
En el momento de la muerte, alcanzamos a ver a Dios. La Torá nos enseña que Dios decretó: “Ningún hombre puede verme y vivir” (Éxodo 33:20). La implicancia es clara: con el fin de la vida se nos garantiza el regalo de una diminuta visión de Dios. Esa es la razón, sugieren muchos comentaristas, por la que estamos obligados a cerrar los ojos de los muertos. Los ojos que han visto a Dios deben estar cerrados para cualquier otro contacto con lo profano.
Y es este encuentro momentáneo lo que le da sentido a toda nuestra vida. Entendemos de repente que todo lo que alguna vez hicimos o dijimos fue en la presencia de un Poder más Elevado. Todo lo que logramos o fallamos en hacer fue juzgado por Quien nos creó. “Sabe ante Quien estás destinado a dar un recuento final”, es el lenguaje del Talmud. ¿Puede haber un incentivo más grande para hacer el bien y no el mal que el conocimiento de que al final es Dios Quien juzgará si fuimos un éxito o un fracaso?
En la Cábala, los místicos agregan un pequeño detalle. No es solamente Dios quien nos juzga. Mientras nos despedimos del mundo, se nos muestra una película que contiene escenas de toda nuestra vida. Somos testigos de todos los momentos de nuestros días en la tierra mientras pasan ante nosotros con una rapidez increíble. Y mientras vemos cómo se despliega nuestra propia historia, hay ocasiones en las que sentimos vergüenza; otras en las que sonreímos con regocijo. Nuestros errores morales pasados nos hacen estremecer de dolor; nuestras victorias sobre “la inclinación al mal” nos dan un agudo sentido de triunfo espiritual. Es en ese momento que nos damos cuenta en retrospectiva que somos nosotros mismos los jueces más grandes de nuestras vidas. Lo que pasa después de la muerte es que obtenemos la sabiduría para evaluar nuestra propia vida de acuerdo a los estándares del Cielo –porque finalmente hemos visto una perspectiva eterna.
Lo Eterno, Aquí y Ahora.
Hay una sinagoga en Jerusalem con una característica arquitectónica sumamente inusual. Construida dentro de una de las paredes que miran hacia los congregantes hay un ataúd. Cuando la visité y advertí esta adición aparentemente mórbida, uno de los ancianos me explicó que era una tradición mantenida por su comunidad por muchos siglos. Tenía sus raíces en un esfuerzo para recordarles a todos su verdad cardinal de que, siendo mortales, todos estamos destinados algún día a enfrentarnos a nuestro Creador. Nadie está exento del juicio final. Poner esto en nuestra consciencia todos los días, me dijo sonrientemente, nos es mórbido, sino seguramente una mitzvá.
No, no necesitamos conocer los detalles del Mundo Venidero. Pero debemos estar constantemente conscientes de que nuestros días serán examinados a fondo por una Autoridad Superior – y que nosotros mismos seremos forzados a unirnos en el juicio Divino.
Nosotros no tenemos ningún concepto de cielo e infierno. Mientras que creer en la recompensa y en el castigo después de la muerte es, de acuerdo a Maimónides, uno de los trece principios principales de nuestra fe, no tenemos manera de saber exactamente a qué se está refiriendo este concepto. Pero podemos aventurar una conjetura. Dado que nuestra entrada al mundo venidero es precedida por la obligación de cada uno de nosotros de mirar la película de nuestras vidas, ¿Qué peor infierno puede haber para nosotros que tener que reconocer nuestras acciones vergonzosas y nuestros fallos desmedidos por toda la eternidad? ¿Y qué mejor cielo puede haber que tener la posibilidad de mirar por toda la eternidad nuestros actos personales de bondad, de caridad, y de comportamiento noble y pío que nos hicieron encontrar favor en los ojos de Dios?
Es por eso que es tan importante para nosotros afirmar que la muerte no es el fin. Y hasta si no sabemos exactamente cómo serán tratadas nuestras almas ni arriba ni abajo, se nos asegura que los rectos tienen recompensas garantizadas proporcionales a sus buenas acciones, y los malvados lamentarán el mal que han perpetrado.
El infierno es la comprensión más profunda de que hemos derrochado parte de nuestra vida.
¿Qué es el infierno? ¿Recuerdas cuando estabas en el octavo grado y pasó algo sumamente vergonzoso? La vergüenza que sentiste y cómo querías que la tierra se abriera para que pudieras desaparecer. Eso es el infierno. Es la comprensión más profunda de que nuestra vida (o parte de ella) ha sido derrochada, lo que crea una profunda vergüenza y arrepentimiento en nuestra alma.
Las buenas noticias son que Dios – en Su bondad infinita – estableció esto como un proceso de limpieza, en donde después de un año (o menos), toda la negatividad ha sido borrada para siempre.
Bajando el Telón
¿Entonces por qué pensar en lo que pasa después de la muerte cuando todavía estamos aquí? La respuesta es al mismo tiempo simple y muy profunda: Cualquier acción que hacemos en la Tierra debe ser hecha con un sentido de su ramificación eterna.
Posiblemente sea reflejado de la mejor manera en la historia a continuación: Un hombre muy rico, no muy famoso por su piedad, se paró en una larga fila de personas que estaban esperando que sus vidas fueran evaluadas por la corte celestial. Escuchó atentamente mientras aquellos que estaban siendo juzgados antes que él relataban tanto sus errores como sus logros espirituales. Muchos de ellos parecían tener la balanza en su contra hasta que recordaron repentinamente actos de caridad que habían hecho, que volcaron la balanza a su favor dramáticamente. El hombre rico captó todo y sonrió para sí mismo.
Cuando fue su turno, dijo confiadamente: “Puede que haya cometido muchos pecados durante mi vida, pero ahora me doy cuenta de que tengo el poder de anularlos. Soy un hombre muy rico y estaré feliz de escribir un gran cheque a cualquier caridad que recomienden”.
A lo que la corte respondió: “Nos sentimos verdaderamente mal, pero no aceptamos cheques, solamente recibos”.
Las elecciones que hacemos hoy crean nuestra porción en el Mundo Venidero. Para toda la eternidad.
La verdadera tragedia de la muerte es que representa la bajada del telón de nuestra habilidad para hacer más mitzvot. Ya no tenemos libre albedrío para hacer el bien (o el mal). Es solamente lo que traemos en ese momento lo que nos puede abrir las puertas a un estado de eterna bendición. Es lo que hacemos aquí y ahora lo que realmente importa. Las elecciones que hacemos hoy crean nuestra porción en el Mundo Venidero. Para toda la eternidad.
La muerte no es una destrucción; es una transición. Como lo dijo el jasídico rabino Mendel de Kotzk: “La muerte es simplemente una cuestión de ir de un cuarto a otro. Y si vivimos nuestras vidas de acuerdo a la voluntad de Dios, estamos seguros de que el lugar al que vamos es a la larga el más bonito”.
Sí, hay vida después de la muerte. Pero la vida después de la muerte más grandiosa es la que obtenemos mediante enfocarnos en maximizar nuestra vida antes de la muerte.
Fuente: Radio Jai
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