Aunque se vista de seda, y los artificiosos afeites lleguen a disimular casi acabadamente los rasgos que le son propios, el BDS es lo que es: un movimiento antisemita que aboga por la eliminación de Israel.
Por: Marcelo Wio, el.medio©
Más allá de la cantidad de errores (y de la adhesión acrítica a la narrativa y terminología de los líderes palestinos), en su crónica acerca de la decisión de una firma estadounidense de helados de dejar de comercializar sus productos en las zonas que denomina “territorios palestinos ocupados” –aunque el estatus final de los territorios, es decir, la localización de las fronteras, deba ser resuelto mediante negociaciones–, El Periódico decía, respecto del BDS:
Más de 200 organizaciones palestinas y propalestinas abogan por usar medios no violentos para presionar al Gobierno de Israel y terminar con su ocupación ilegal.
Amén de que la ocupación no es ilegal, el BDS aboga por algo bien distinto bajo el amable y falaz ropaje de seda que le calzaba el medio.
El mismo corte de disimulo utilizaba la versión en español del Huffington Post, en una crónica sobre el mismo asunto:
(…) la campaña BDS (boicot, desinversión, sanciones) que busca la concienciación de empresas, artistas o universidades ante los asentamientos y la presencia militar ilegal en la zona.
(…)
Se trata de un movimiento pacífico mundial de defensa de los derechos humanos, impulsado por más de 200 organizaciones palestinas y propalestinas, que pretende usar medios no violentos para presionar al Gobierno de Israel para que ponga fin a su ocupación de los territorios palestinos, ilegal según el derecho internacional y las resoluciones de Naciones Unidas.
La sumisa o activista voluntad de no ahondar más allá de los mendaces eslóganes que ofrece el BDS para consumo occidental y, en su lugar, introducir justificaciones y fraudulentas aseveraciones (las resoluciones de la ONU no representan un acto legislativo) hurta al lector la posibilidad de conocer el verdadero carácter y objetivo de dicho movimiento, a la vez que contribuye al éxito de la presión –en realidad, del acoso propio de los bullies– falsamente moral que el BDS puede ejercer sobre individuos, organizaciones o empresas. Un negocio redondo. Un traje de disimulo impecable…
Bueno, tan impecable, no; porque los líderes y relevantes miembros del BDS vez tras vez revelan lo que hay debajo del tan gentil y cómplice disfraz mediático.
Antisemitismo y eliminación del Estado judío
La analista de Camera Ricki Hollander mostraba en un artículo reciente cómo el argumentario, la retórica de los que se dicen “antisionistas” en demasiadas oportunidades repite el guion de la propaganda nazi dirigida contra los judíos. La suplantación del término judío/s por sionista/s o Israel/íes es la máscara más ineficiente elaborada hasta la fecha.
El Otro es un monstruo. Un criminal sin parangón –contra el que, evidentemente, todo está/estará permitido. Hay, pues, que demonizarlo. Separarlo, para su señalamiento, del resto –de seres, de países–. El Otro es una anomalía. Es el mal absoluto.
Una muestra:
“Genocidio es la palabra que mejor capta las dinámicas de la política sionista e israelí cuando se las considera en una perspectiva histórica”. (Mohammed Abed, profesor en la Universidad Estatal de California y líder del BDS, 2015).
“Los acusados hoy (…) son el Estado criminal de Israel y sus cómplices, que serán nombrados en esta sala de audiencia por brindar ayuda en o incitar a crímenes israelíes contra la Humanidad”. (Ronnie Barkan, activista del BDS, hablando en su propia defensa en una corte de Berlín donde estaba siendo juzgado por invasión criminal durante una presentación en la Universidad Humboldt por parte de un sobreviviente del Holocausto y de un político israelí el 4 de marzo de 2019).
“¿Cómo puedes (…) apoyar a un Estado como Israel, que se funda en la supremacía, que está construido sobre la idea de que los judíos son superiores a todos los demás?” (Linda Sarsour, activista estadounidense del BDS, 2018).
“La supremacía judía es una característica del Estado judío sionista de Israel (…) Los líderes israelíes son supremacistas judíos, es decir, se identifican como judíos y justifican su pasado y su presente de rapiña en Palestina como un derecho judío supremacista” (Rima Nayar, autora/líder del BDS, 2020).
Detrás de las palabras está el objetivo. O, acaso más precisamente, las palabras responden a un objetivo, son el cuerpo de cínicas coartadas, de necesarios embustes y facilones y repetidos eslóganes, de recurrente odio.
No en vano, en Alemania el BDS ha sido declarado una campaña antisemita.
Porque la retórica responde a un fin. Y ese fin está muy claro. Lo explicaba sin tapujos Omar Barguti, cofundador de la Campaña Palestina para el Boicot Académico y Cultural de Israel (Pacbi, por sus siglas en inglés):
Definitivamente nos oponemos a un Estado judío. Ningún palestino sensato (…) aceptará jamás un Estado judío en parte alguna de Palestina.
El propio Barguti decía en una conferencia (29/09/2013):
Un Estado judío en Palestina –bajo cualquier forma– no puede sino contravenir los derechos básicos de la población indígena palestina.
El activista Ahmed Mur llegó a declarar en abril de 2010:
Está bien. El BDS significa el fin del Estado judío (…) Veo al movimiento BDS como un proyecto a largo plazo con un potencial de transformación radical (…) [El] BDS no es otro paso en el camino a la confrontación final; el BDS es el enfrentamiento final. (…) Esta creencia surge directamente de la convicción de que nada parecido a la ‘solución de dos Estados’ llegará a ser. Poner fin a la ocupación no significa nada si no significa tumbar al propio Estado judío.
Las peregrinas acusaciones de apartheid (que hurtan, a la vez que banalizan, el verdadero apartheid sudafricano) o de genocidio y el constante recurso fraudulento al “derecho internacional” (que es aquello que a los portavoces palestinos, del BDS o de organizaciones afines antiisraelíes les convenga) son instrumentos retóricos para demonizar a Israel y crear el ambiente que justifique o disculpe el ejercicio de la violencia no sólo contra Israel sino contra los judíos (violencia recientemente perpetrada, por ejemplo, en Estados Unidos).
El truco es demasiado viejo para no verlo. Hace falta mucho cinismo y voluntad para no darse por enterado y participar del necesario andamiaje de pretextos y difusión.
Concluyendo
Pareciera ser, a partir de la mayoría de coberturas sobre Israel y el conflicto árabe-israelí, que el antisemitismo es apenas una suerte de ruido inocuo. Que es, a lo sumo, una reacción, una consecuencia del conflicto, de las “políticas o prácticas israelíes”, borrando así (o, peor aún, justificándolo: “Algo habrán hecho”, “alguna verdad hay en lo que se dice de ellos”, “cuando el río suena…”) milenios de antisemitismo.
Jean-François Gaudreault-DesBiens, profesor asistente en la Facultad de Derecho de la Universidad McGill, señalaba (From Sisyphus’s Dilemma to Sisyphu’s Duty? A Meditation on the Regulation of Hate Propaganda in Relation to Hate Crimes and Genocide) que lo que a menudo conduce a los crímenes de odio y al genocidio es, precisamente, el uso de discursos de odio y su naturaleza sistemática.
Y ampliaba diciendo:
En tales casos, el discurso del odio, o la propaganda del odio, como prefiero llamarla, está arraigada en un sistema en el que la degradación social del Otro desempeña un papel central en el discurso político. De hecho, la propaganda del odio contribuye en sí misma a crear un imaginario del Otro. Deshumanizado y despersonalizado, representado como una amenaza y como un enemigo potencial, el Otro, en efecto, es probable que se convierta en ‘el’ enemigo para aquellos influidos por dicha propaganda.
La sistematización, la permanencia del mensaje (o los mensajes) –sumado al blanqueamiento y difusión por parte de no pocos medios de comunicación– de odio, crean sin duda un entorno propicio para la violencia. Ese estado constante de excitación moral, de deslegitimación y demonización del Otro (del judío, en este caso), inevitablemente conduce a la agresión física. Porque, en definitiva, la búsqueda del aislamiento (por vía del señalamiento, el boicot, la caracterización hiperbólica y profundamente negativa) son formas, ya, de la violencia.
En su trabajo Incitement in International Criminal Law, Wibke Kristin Timmerman, del Departamento Especial para Crímenes de Guerra, Oficina de la Fiscalía en Bosnia-Herzegovina, apuntaba que la creación de esa atmósfera propicia para la posterior comisión de actos delictivos inspirados por el odio era una justificación para penalizar la incitación pública.
De igual manera, en la jurisprudencia del Tribunal Penal Internacional para Ruanda se ha hecho referencia repetidamente, por ejemplo, al caso Akayesu, a la creación de un particular estado de ánimo en la audiencia que podría inducir a sus miembros a cometer actos de genocidio. En Nahimana et al., el Tribunal destacó la constante influencia de la incitación en la audiencia, lo que, a su juicio, persistió hasta que se cometió el crimen sustantivo.
Un estado de ánimo hecho exclusivamente de emociones (negativas). Un estado de ánimo fabricado de espaldas a la razón.
Y es que las emociones, al fin y al cabo, “alivian la obligación de producir pruebas, de contextualizar la noticia, de documentar, de aportar hechos. Las emociones permiten al BDS montar una realidad ad hoc ajustada a sus fines y, también, permiten al periodista presentarse como una especie de faro moral: no es simplemente alguien que informa, sino alguien que dice lo que el lector, el espectador, debe sentir y, a través de ese sentimiento, lo que debe pensar sobre un tema determinado”.
Un ropaje de emociones. De fabricaciones.