En uno de mis viajes al extranjero, alguien hizo una cita conmigo. Era un hombre de negocios muy amable y muy prestigioso que me contó que diez años después de que se casó empezó a perder un montón de dinero.
Al principio fueron pérdidas esporádicas pero después se volvieron sistemáticas, hasta tal punto que sus negocios empezaron a correr grave peligro.
Yo le pregunté por su situación familiar, su relación con su esposa y si acaso observaba las leyes de pureza familiar y me dijo que estaba todo bien. Le pregunté cómo se llevaba con sus amigos, sus compañeros de trabajo, sus vecinos, etc y me respondió que se cuidaba mucho de no herir a nadie. Nos hicimos amigos y seguimos en contacto.
Por desgracia, con cada llamada telefónica que recibía de él, su situación financiera estaba peor. Había perdido toda su fortuna pero eso no era todo. Ahora me contó que su hijo sufría de cáncer y que dos de sus hijas se habían divorciado. En una de nuestras conversaciones le dije: “Escucha, hay algo que anda mal entre ti y alguna otra persona. No sé qué decirte, pero estoy seguro de que todos estos problemas surge de alguna falta en la relación con tu prójimo”.
Él se quedó pensando en lo que le dije. Entonces me contó que su mujer se había peleado con su mamá y que a partir de ese momento, su mujer estaba tan enojada que todo el tiempo maldecía – a su suegra, a sus cuñados, a ella misma y a su propia vida, Di-s no lo permita. Le pregunté cómo se sentían su mamá y sus hermanos y me dijo que estaban bien, contentos y sanos y que les iba bien en los negocios. Él era el único de la familia que estaba con problemas.
Hablamos un poco más de su mujer y de la forma en que ella vive. Me contó que ya desde el comienzo de su matrimonio ella maldecía cada vez que tenía algún problema. Con el tiempo, las maldiciones se hicieron parte de la vida cotidiana y todo el tiempo maldecía. Cada persona era el blanco potencial de sus epítetos.
Yo suspiré, respiré bien profundo y le dije: “Ahora hemos llegado a la raíz del problema. Esta es la causa de todo tu sufrimiento”. La lengua puede ser o bien la puerta de la salvación o bien la puerta de la desgracia.
Las maldiciones son un bumerang que golpean precisamente a aquel que las pronuncia. Dicen nuestros Sabios: “La maldición sin motivo vuelve a la persona que la pronunció”. La mayoría de las veces, las maldiciones son injustificadas y por lo tanto vuelven a la persona que las dijo y la acosan.
Dice Rabí Najman de Breslev que: “La persona no debe maldecir a menos que vea todas las generaciones que han de descender de la persona a la que quiere maldecir” (Libro de los Atributos – Maldiciones). Dado que nadie es capaz de cumplir con este criterio, nadie tiene permiso de maldecir. Las maldiciones son una prohibición explícita de la Torá. Dice la Torá: “No maldecirás al sordo” (Levítico 19:14). Rashi explica que no se debe maldecir a nadie.
La Torá nos enseña que ni siquiera se puede maldecir a alguien que no oye la maldición. Y por supuesto que no se puede maldecir a alguien que sí oye la maldición, porque eso puede producir hostilidades y enfrentamiento, destruyendo la paz. La Torá condena el uso negativo de uno de los más grandes regalos que le hizo el Todopoderoso a la humanidad: el habla. Hashem quiere que el habla traiga beneficio al mundo, no destrucción. Hashem quiere que nos bendigamos los unos a los otros. Porque aquel que bendice, es bendito.
Fuente: Breslev Israel