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Nunca antes las 67 palabras de una carta fueron tan medidas y revisadas. Nunca antes un país (el gobierno de la democracia más antigua del mundo) “contemplaba con beneplácito” el “establecimiento de un hogar nacional para el pueblo judío” (para todo el pueblo judío, no sólo para los súbditos de su imperio), un santuario de protección ante el flagrante antisemitismo que se apoderaba de Europa (después del Affaire Dreyfuss en Francia, los pogromos en el Imperio Zarista, los partidos declaradamente judeófobos del Imperio Austro-Húngaro) y en el único lugar que los propios judíos aceptarían como refugio: su cuna histórica, la tierra de Israel. Gracias.

Algunos apuntan que la decisión de tal declaración, emitida por el ministro de exteriores Arthur Balfour a través de una breve misiva al líder de la comunidad judía local, respondía a los intereses de los británicos, inmersos en la Gran Guerra.

Sin embargo, el paso más determinante para la victoria bélica ya se había conseguido con la entrada de EE.UU. y los movimientos revolucionarios que habían descabezado al zar en Rusia. El gesto de restitución histórica iba más allá de cualquier compensación por los servicios prestados al ejército de Su Majestad por el químico Chaim Weizmann e incluso podía poner en entredicho alguna de las promesas del oficial T.E. Lawrence a los rebeldes que instruía para que heredasen una Gran Arabia que abarcaría todo el Oriente Próximo. Tampoco respetaba lo acordado secretamente con Francia como botín al final de la contienda, que dejaba el área del antiguo reino cruzado de Jerusalén bajo control internacional. En realidad, Inglaterra no ganaba con ello más que nuestra eterna gratitud.

Porque, a pesar de los malabarismos lingüísticos para evitar hablar de soberanía o estado, del compromiso de “no perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina”, el documento rubricaba moralmente nuestro derecho como pueblo y nación. Aunque sólo era un escueto y escurridizo gesto, nunca antes nadie desde el rey persa Ciro al derrotar a los babilonios en el siglo VI a.e.c. nos había abierto la puerta del retorno a la tierra ancestral, meses antes incluso de ser militarmente conquistada.

Y, a pesar de lo que pasó después (el desgaje de la mayor parte del territorio para la creación de Transjordania, la inacción ante los ataques a los judíos establecidos por los seguidores del líder árabe pro-nazi, la promulgación de un Libro Blanco que limitaba mucho el cupo de inmigración en plena eclosión del nazismo, las detenciones de los grupos de autodefensa judía, etc.), preferimos recordar y agradecer por lo que sí nos dieron. Una esperanza que volvimos a llamar Israel.

Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad
www.radiosefarad.com