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Ayer explicamos que la primera parte del Segundo Mandamiento, «No tendrás otros dioses delante de Mí», significa que no debemos concebir la existencia de poderes divinos, inteligentes, independientes de HaShem.

La segunda parte incluye 3 prohibiciones: la de hacer ídolos, arrodillarse ante ellos y/o servirlos o adorarlos de alguna otra manera.

Desde los inicios de la humanidad siempre existió esa necesidad de representar a Dios. Hasta el da de hoy sigue siendo muy difícil creer en un Dios que no se lo puede ver. Y si aún para nosotros, que vivimos en un mundo donde lo invisible (la energía, las ondas de radio o TV, los rayos X, etc.) es parte de nuestra realidad, imaginemos lo difícil que habrá sido miles de años atrás,  en la cultura pagana donde lo que no se ve no existe, aceptar que «Dios» es invisible. La revolución de Abraham Abinu no fue sólo la negación del politeísmo, lo más difícil de digerir para el mundo que rodeaba a Abraham , era que a ese Dios no se lo podía ver.

Cuando HaShem nos entregó la Torá ascendimos otros escalón en nuestra comprensión. Tampoco podemos representar a Dios. Y de eso justamente se trata esta segunda parte del segundo mandamiento.

David haMelej en el Mizmor 104 de Tehilim, Barejí nafshí que leímos justamente esta mañana por ser Rosh Jódesh, se planteó este interrogante  ¿Cómo es que no vemos a Dios, el Creador Todopoderoso? HaShem es Omnipresente. Él creó el mundo, lo controla, y  lo guía constantemente. Entonces, ¿cómo es posible que no lo veamos en ningún lado? El Rey David dedicó los primeros versículos de Barejí Nafshí para responder por qué no podemos ver a Dios o, más precisamente, qué caminos debemos elegir para encontrarlo.

Salmo 104:1: Tú, HaShem, infinitamente grandioso, [Te ocultas de nosotros] revistiéndote de gloria y esplendor.

El Rey David  nos explica que HaShem maneja el mundo mientras permanece oculto. Dios permanece invisible para nosotros porque opera en forma «encubierta». HaShem tiene control absoluto sobre Su universo, pero maneja este mundo a través de un sinnúmero de agentes o «ángeles». Estos ángeles no son cupidos o bebés con alas y aureolas. David afirma que los ángeles de HaShem son lo que llamamos  fuerzas naturales -el viento, el sol, el clima, etc.- y que estas fuerzas son activadas de manera continua por el Creador para mantener Su Creación. Piensen por ejemplo en la lluvia: «HaShem hace que el viento sople, para comenzar el mecanismo que resultará en la lluvia». HaShem permanece oculto y simultáneamente en pleno control de Su universo, al actuar a través de Sus agentes.

Salmo 104:2 [Dios] se viste con un ropaje de luz ; [Él] extiende los cielos como una cortina.

Este versículo explica otras razones por las que no vemos al Creador del universo. HaShem se vuelve invisible, ocultándose detrás de un ropaje de luz y un velo compuesto de cielos. En otras palabras, desde nuestra perspectiva como habitantes de la tierra, la luz y los cielos son una pantalla que esconde la presencia de Dios. Cuando alzamos la vista en búsqueda de HaShem,  todo lo que vemos es el sol luminoso y los cielos. Nuestra vista no puede atravesar las múltiples cortinas (hoy diríamos «dimensiones») que ocultan la presencia de Dios. El Creador del universo permanece recóndito; fuera de la vista. «Voluntariamente» eclipsado.

La luz, al igual que muchos agentes de Dios,  puede ser tan abrumadora para un ser humano que su inalcanzabilidad nos deja en claro por qué observar a su Creador va más allá de nuestros límites. El Talmud Yerushalmi (Jolin 59b) relata una disputa entre un hombre pagano y un erudito judío. El emperador romano le demandó a Rabí Yehoshúa ben Jananiá (segundo siglo E.C.) ver al Dios de Israel. «Eso es imposible», replicó el sabio judío. Dado que el emperador insistía, R. Yehoshúa lo hizo salir a la luz del sol de verano y le pidió que mirara fijamente al sol. «No puedo», le contestó el emperador. Rabí Yehoshúa había argumentado el caso convincentemente. «Si no puedes tolerar mirar a uno de Sus sirvientes – ¡¿cómo podrías contemplar Su propia gloria?!»

El Rey David enseña que una persona no debe confundir la invisibilidad de Dios con Su ausencia. De este versículo podemos comprender mejor por qué nosotros, o la ciencia y los científicos, al analizar la Creación, jamás nos encontraremos con Dios en forma directa; más bien – inevitablemente – nos encontraremos con cualquiera de Sus numerosos agentes. Dios es invisiblemente omnipresente. No lo podemos encontrar con los ojos, sino con nuestra mente y corazón.

Por: Rabbi Yosef Bitton, colaborador de Unidos con Israel

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