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Cuando sucede algo histórico y obviamente positivo, siempre es instructivo escuchar a quienes no se suman a la algarabía. Si bien muchos críticos del presidente Trump y el primer ministro Netanyahu han aplaudido el acuerdo diplomático alcanzado por Israel y Emiratos, con el patrocinio de EEUU, para la “plena normalización de relaciones” entre ambos países, aún hay quien se empeña en censurarlo.

Por: Jonathan S. Tobin

Tanto la Autoridad Palestina como sus rivales de Hamás se han unido en la descripción del acuerdo como una “traición” y un “día negro en la historia de Palestina”. Están furiosos por que un Estado árabe haya decidido dejar de ser rehén de la centenaria guerra palestina contra el sionismo.

También la izquierda judía norteamericana anda molesta. Grupos antisionistas como Jewish Voice for Peace e IfNotNow expresaron su solidaridad con la intransigencia palestina. La congresista demócrata Rashida Tlaib, defensora del movimiento antisemita BDS, tuiteó que se trata de un “acuerdo comercial primoroso” y, recurriendo a un lenguaje similar al de la declaración emitida por Hamás, afirmó que no hará más que prolongar el “apartheid” y el “robo de tierra” por parte de Israel.

Pero incluso la izquierda que aprueba la disposición de Emiratos a normalizar sus relaciones con Israel no lo expresa de corazón. J Street manifestó que, si bien saluda la decisión de Netanyahu de suspender los planes para la aplicación de la soberanía israelí sobre partes de la Margen Occidental, considera erróneo “dejar a los palestinos mirando desde el tendido”. La retórica sobre la “ocupación” y el “apartheid” abunda en la izquierda, y recurre a ella gente como Ben Rhodes, viceconsejero de Seguridad Nacional de Barack Obama.

Pese al escándalo provocado por el citado plan, mal llamado “de anexión” –al fin y al cabo, un país no puede anexionarse tierra que no pertenece a otro país o sobre la que tiene derechos su propio pueblo, como es el caso del pueblo judío sobre la Margen Occidental–, lo cierto es que, sobre el terreno, no cambiará nada. Ni lo hará su suspensión.

En cambio, que un Estado del Golfo sea el primer país árabe –tras Egipto y Jordania– en reconocer la existencia de Israel es un acontecimiento de carácter sísmico. Aun cuando la mayoría del mundo árabe tiene ya poderosos vínculos ocultos con Israel en materia económica y de seguridad, la formalización de los mismos es una grieta más en el sólido muro de rechazo formal al Estado judío levantado por el mundo islámico.

Durante décadas, los árabes palestinos se han arrogado el derecho no sólo a rechazar cualquier compromiso con los judíos, sino que han demandado exitosamente que hicieran lo propio el resto de la región y los demás musulmanes. Las Resoluciones de Jartum posteriores a la Guerra de los Seis Días de 1967 (en la llamada Conferencia de los Tres Noes) solidificaron esta posición en el mundo árabe con su “no a la paz, no al reconocimiento y no a la negociación” con Israel. Así dejaban claro que su guerra no finalizaría sino con la destrucción del Estado judío y la expulsión o aniquilación de sus ciudadanos.

Egipto fue el primer país árabe en asumir con sensatez que librar más guerras por el rechazo palestino a aceptar el veredicto de la Historia era un despilfarro de sangre y recursos. El presidente Anwar Sadat hizo historia al volar a Jerusalén en 1977 para firmar la paz con su vecino.

Parecía que los palestinos habían llegado a la misma conclusión cuando firmaron los Acuerdos de Oslo de 1993, o al menos eso es lo que pensaba la mayoría de la gente. Pero los israelíes pronto comprendieron que el líder palestino Yaser Arafat no tenía la menor intención de hacer efectiva la paz. Su continuado apoyo al terrorismo y su negativa a reconocer la existencia de un Estado judío, con independencia de dónde se trazasen sus fronteras –como ha quedado de manifiesto con el rechazo tanto de Arafat como de su sucesor, Mahmud Abás, a las ofertas territoriales que se les han presentado para que fundaran un Estado independiente–, convencieron a la mayoría de los israelíes de que la paz no era posible en el futuro previsible.

Fue entonces que muchos en el mundo árabe empezaron a llegar a la misma conclusión: Israel estaba ahí para quedarse. Más aún: el poderío militar israelí no representaba una amenaza para ellos, sino que podría servir para frenar a un Irán cada vez más agresivo y hostil. Los Estados del Golfo también han comprendido que marginar a la economía más avanzada de la región es una completa estupidez.

Si bien el mundo árabe sigue marinado en antisemitismo, y puede que algunos países –como Arabia Saudí, que se presenta como custodio de los santos lugares islámicos– nunca reconozcan públicamente a Israel, la mayoría ha decidido que les interesa no seguir subordinados a los delirios sobre la destrucción de Israel de que son presa los palestinos.

También esto ha conmocionado a los judíos izquierdistas, que no dejan de predicar que Israel jamás conocería la prosperidad, la seguridad y la paz hasta que los palestinos no le dieran permiso para existir. La anómala situación en la Margen Occidental, donde los palestinos disfrutan de autonomía, pero sin soberanía ni control de la seguridad, no es satisfactoria para nadie. Los detractores de Israel, así como algunos de los que dicen ser sus amigos, llevan desde 1967 diciendo que está condenado al aislamiento y la destrucción a menos que lleve a los palestinos a aceptar una solución de dos Estados.

Pero esos vaticinios se han demostrado inciertos. Pese a la ausencia de paz con los palestinos, Israel no ha hecho más que fortalecerse. Ha conseguido convertirse en una superpotencia militar regional y en una economía del Primer Mundo, logros que podrían haberse considerado meras fantasías en 1967. Con el mundo árabe negándose a seguir aferrado a la intransigencia palestina, las políticas norteamericanas pensadas para presionar a Israel para que haga concesiones suicidas por su propio bien –hay que “salvar a Israel de sí mismo”, pensaba Barack Obama– han colapsado igualmente.

Israel puede ahora permitirse esperar, no importa cuánto, a que los palestinos se avengan a razones y declaren la paz.

¿Comprenderán los palestinos que, frente a su arraigada creencia de que el Estado judío acabará siendo barrido del mapa, el tiempo no corre de su lado? Por desgracia, el sentimiento de identidad nacional palestino está inextricablemente unido a la guerra contra el sionismo. No pueden poner fin al conflicto porque su concepción de la nacionalidad palestina carece de sentido si implica la coexistencia pacífica con un Estado judío.

¿Y acabarán los judíos izquierdistas norteamericanos comprendiendo que los hechos han refutado sus criticas? Por desgracia también, han invertido tanto en su mitología sobre los dos Estados, y juzgado tan equivocadamente los deseos palestinos de paz, que siguen aferrados a sus creencias pese a que los pocos israelíes que las comparten se han convertido en parias políticos.

Tampoco es probable que vayan a dar a la Administración Trump el crédito que merece por promover una concepción de la región que pone el foco en las buenas relaciones entre Israel y el mundo árabe, lo que ha conducido a este acuerdo. Sólo cabe esperar que, si lo vencen en noviembre, los demócratas no traten de sabotear esta apertura volviendo al callejón sin salida obamita de presionar a Israel –que sólo ceba la intransigencia palestina– y al apaciguamiento con Irán.

Que los palestinos, así como sus palmeros y patrocinadores extranjeros, estén tan prendados de las ideologías y percepciones que han alimentado el conflicto durante el último siglo es una tragedia. Confiemos en que finalmente se desenganchen de su adicción a la guerra contra el sionismo. Pero, lo hagan o no, el hecho es que en Oriente Medio cada vez son más los que comprenden que la paz con Israel es bueno para todos y algo digno de encomio.

© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio

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