Las primeras impresiones y experiencias son difíciles de olvidar. Yo confío en que HaShem nunca me permita olvidar lo que sentí la primera vez que asistí a la celebración de Shabat en un hogar judío.

Esta historia tuvo lugar hace muchos años y aún hoy me estremezco al pensar lo que sentí ese soleado día de Shabat cuando, por primera vez en esta vida, escuché un kidush. Esta es la historia de un gran Kidush HaShem (santificación del Nombre Divino) que a lo largo de los años me ha traído hasta Jerusalem.

Tras ser despedida de mi trabajo por motivos de recorte de personal, encontré un nuevo empleo en una empresa internacional de telecomunicaciones. HaShem me ha concedido en Su infinita misericordia una habilidad especial con los idiomas y fui contratada gracias a esa capacidad en el departamento de contabilidad internacional de esta conocida multinacional. Recuerdo aún retazos del primer día, en el que me sorprendí de la multiculturalidad de mis nuevos compañeros de trabajo. Gentes de todas partes de Europa e incluso de Israel… ¿Israel? ¿En serio? Inicialmente no suelo darme a conocer mucho así que me costó varios días empezar a hablar con todo el mundo. El ambiente de trabajo era agradable a pesar de la presión, supongo que nos uníamos en esos momentos al tener que trabajar hasta muy tarde para conseguir cerrar el mes contable y dependíamos los unos de los otros para llegar a tiempo. Al pasear por la oficina escuchaba hablar en italiano, rumano, búlgaro, griego e incluso hebreo ¿hebreo? ¡Qué idioma tan raro y a la vez tan bonito!

Me cambiaron de sitio a las pocas semanas y fui a parar justo detrás de las dos personas que trabajaban coordinando la contabilidad de nuestra oficina en Tel Aviv. Cada mañana saludaba con un “buenos días”, “buongiorno”, “bună dimineața” y un especial “boker tov”. Escuchaba las conversaciones en hebreo con atención y empezaba a aprender palabras. Simplemente se metían en mi cabeza y se quedaban ahí. Así que empecé a trabar amistad con estas dos personas que hablaban este idioma que tanto me estaba gustando. Especialmente con uno de ellos, a quien tomé un cariño especial y que aún a día de hoy sigue siendo uno de mis mejores amigos. Cuál no sería mi confusión y mi desconocimiento, que cuando me dijo que se definía a sí mismo como un judío laico yo pensé que era super-hiper-religioso. Hablábamos mucho sobre judaísmo y yo no paraba de preguntar hasta que finalmente un día me invitó a su casa para Shabat, para que viera las costumbres por mí misma. Supongo que a estas alturas el pobre ya estaba aturdido con tantas preguntas y me invitó a que viera con mis propios ojos cómo era este día en un hogar judío.

En aquel entonces mantenía una relación estable y seria con un católico acérrimo y, aunque aún no habíamos hablado del tema, supongo que el curso natural de los acontecimientos sería una boda en una catedral, al igual que hiciera su hermana. Así que cuando le propuse el plan para ese sábado no puso cara de muchos amigos, pero al final cedió y fuimos un Shabat a la casa de mi compañero de trabajo. Cuando llegamos me sorprendió la atmósfera de cooperación, todos los niños ayudaron a poner la mesa y terminaron los últimos toques para que todo estuviera listo. Entonces nos sentamos en torno a aquella comida deliciosa, le pasaron una kipá a mi novio y mi amigo recitó el kidush. Aun a día de hoy me estremezco al recordar aquel momento, sentí una luz especial que emanaba de todos nosotros, especialmente de quien estaba recitando esas palabras sagradas que escuchaba por primera vez en esta vida. Mi rostro debía tener una expresión de tal regocijo que recuerdo cómo me miraban, como si realmente estuviera flotando en el aire y realmente me sentía así. Esas palabras penetraron muy profundo en mi ser y me hicieron despertar de mi letargo espiritual. Recuerdo al niño que cantaba una canción preciosa y yo me sentía como si a la vez reconociera esa tonada y pudiera cantarla aunque fuera la primera vez que mis oídos escuchaban esa melodía.

A partir de ese día, mi vida definitivamente fue distinta. Empecé a leer todo lo que caía en mis manos sobre judaísmo y a buscar activamente cualquier cosa relacionada con Israel por muy remota que fuera esa conexión. Comencé mis lecciones de hebreo, mi viaje a Israel y el resto es historia, como dicen en las películas.

Este pequeño gesto de mi amigo “laico” hizo mucho en mi vida. A veces tenemos miedo o vergüenza de mostrar a los demás quienes somos realmente pero no nos damos cuenta de que nuestra esencia nos define y que compartir eso con los que nos rodean nos hace libres. Si él no se hubiera molestado en responder a mis preguntas, si no se hubiera ofrecido a invitarme a su casa “laica” (en donde he presenciado continuas demostraciones de amor a la Torá que harían estremecer al “religioso” más convencido) yo hubiera tenido que encontrar otro modo de acercarme al judaísmo. No me cabe la menor duda de que hacer la conversión era mi sino, así que hubiera encontrado otra forma de acercarme a HaShem, pero el hecho de que él me abriera las puertas de su casa y aprovechara la oportunidad que se le daba de hacer Kidush HaShem (santificar el nombre de Di-s) es algo por lo que le estaré agradecida siempre.

Cada vez que tenemos la oportunidad de hacer una mitzvá debemos poner nuestro máximo empeño por llevarla a cabo, porque nunca sabemos la trascendencia que tendrá en los demás y seguramente en esos momentos seamos los mensajeros de HaShem para cambiar la vida de otros.

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Fuente: Breslev en español