Fue quizá el único gran fracaso colectivo de liderazgo dentro de la Tora. Diez de los espías a quienes Moisés había enviado a espiar fuera a la tierra vinieron con un reporte calculado para desmoralizar a la nación.

«Venimos de la tierra a la que nos has enviado. En ella manan leche y miel, y éste es su fruto. Sin embargo, la gente quienes la habitan son fuertes, y las ciudades están fortificadas y son muy grandes….Nosotros no somos capaces de ir contra ese pueblo, ya que son más fuertes que nosotros…La tierra, contra la que hemos ido a espiar, es una tierra que devora a sus habitantes, y toda la gente que vimos en ella son de gran altura…Nosotros a nosotros mismos nos vimos como langostas, y así les parecimos a ellos» (Num. 13: 27-33)

Esto era un sinsentido, y ellos debieron saberlo. Ellos habían dejado Egipto, el grandioso imperio del mundo antiguo, después de una serie de plagas que llevaron a las rodillas a esa gran nación. Ellos habían cruzado la aparente impenetrable barrera del Mar Rojo. Ellos habían luchado y vencido a los amalequitas, una nación ferozmente guerrera. Ellos incluso habían cantado, a un lado de sus compañeros israelitas, una canción en el Mar que contenía las palabras:

Las personas han escuchado; ellos tiemblan;
dolores se han apoderado de los habitantes de Filistea.
Ahora están los jefes de Edom consternados;
temblores se apoderan de los líderes de Moab;
todos los habitantes de Canáan se han derretido. (Ex. 15: 14-15)

Ellos debieron haber sabido que las personas de la tierra estaban asustados de ellos, no al revés. Y eso fue, como Rahab lo contó a los espías enviados por Josué cuarenta años después:

Yo sé que el Señor les hado dado a ustedes la tierra, y que el miedo a ustedes ha caído sobre nosotros, y que todos los habitantes de la tierra se derriten ante ustedes. Por lo que nosotros hemos escuchado de cómo el Señor secó el agua del Mar Rojo ante ustedes y ustedes salieron de Egipto, y lo que ustedes hicieron a los dos reyes de los amoritas quienes fueron más allá del Jordán, a Sión y Og, las cuáles ustedes hicieron votos para destruir. Y tan pronto como lo escuchamos, nuestro corazón se derritió, y no hubo más espíritu que levantar en ningún hombre por su causa, por el Señor su Dios, él es el Dios de los cielos por encima y sobre la tierra por debajo. (Josué 2: 9-11)

Solo Josué y Caleb entre los doce demostraron liderazgo. Ellos dijeron al pueblo que la conquista de la tierra era eminentemente alcanzable porque Dios estaba con ellos. El pueblo no escuchó. Pero los dos líderes recibieron su recompensa. Ellos solos de su generación vivieron para entrar a la tierra. Más que eso: su desafiante declaración de fe y su negativa a asustarse brilla tanto ahora como lo hizo hace treinta y tres siglos. Ellos son los eternos héroes de la fe.

Una de las tareas fundamentales de cualquier líder desde el presidente hasta un padre, es darle a la gente el sentido de confianza: en ellos mismos, en el grupo del cual ellos son parte, y en la misión en sí misma. Un líder debe tener fe en el pueblo que él o ella lidera, e inspira esa misma fe en ellos. Como Rosabeth Moss Kanter de la Escuela de Negocios de Harvard escribe en su libro Confianza, «El liderazgo no es sobre el líder, es sobre cómo el o ella construye la confianza en todos los demás» (1). Confianza que por cierto, es el latín de «tener fe juntos».

La verdad es que en gran medida la ley de la profecía auto-cumplida aplica en la arena de la humanidad. Aquellos que dicen, «No podemos hacerlo», estén probablemente en lo que correcto, como aquellos que dicen «Sí podemos». Si careces de confianza perderás. Si la tienes – sólida, confianza justificada basada en la preparación y en el rendimiento del pasado – tu ganarás. No siempre, pero lo suficientemente seguido para triunfar sobre adversidades y fracasos. Eso, como se mencionó previamente en Pacto y Conversación, es de lo que trata la historia de las manos de Moisés durante la batalla contra los amalequitas. Cuando los israelitas miraron hacia arriba, ellos ganaron. Cuando ellos vieron hacia abajo, empezaron a perder.

Es por eso que la definición negativa de la identidad judía ha prevalecido en tiempos modernos (los judíos son las personas que son odiadas, Israel es la nación que está aislada, ser judíos es negarse a garantizar a Hitler una victoria póstuma) está tan errada, y por lo que uno de cada dos judíos que ha venido a esta doctrina elige casarse fuera de la comunidad y descontinuar el viaje judío.

El historiador económico de Harvard, David Landes en su libro La Riqueza y la Pobreza de la Nación explora la cuestión de por qué algunos países fracasan en crecer económicamente mientras que otros lo hacen con éxito espectacular. Después de más de 500 páginas de análisis cercano, el alcanza esta conclusión:

En este mundo, los optimistas lo tienen, no porque ellos estén siempre en lo correcto, pero porque ellos son positivos. Incluso cuando están equivocados, ellos son positivos, y ese es el camino a alcanzar las cosas, corrección, mejoramiento, y éxito. El optimismo educado, con los ojos abiertos, tiene su recompensa; el pesimismo puede ofrecer solamente la consolación vacía de estar en lo correcto. (2)

Prefiero la palabra «esperanza» a la palabra «optimismo». El optimismo es la creencia que las cosas se pondrán mejor; esperanza es la creencia que juntos podemos hacer las cosas mejorar. Ningún judío, conociendo la historia judía, puede ser un optimista, pero ningún judío digno del nombre abandona la esperanza. Los más pesimistas de los profeta, desde Amos a Jeremías, fueron todavía voces de esperanza. Por su derrotismo, los espías fracasaron como líderes y como judíos. Ser un judío es ser un agente de esperanza.

Lo más notable, por lejos, de todos los comentarios en el episodio de los espías fue el Rebbe de Luvavitch, Menachem Mendel Scheersohn. El hizo la pregunta obvia. La Tora enfatiza que los espías fueron todos líderes, príncipes, cabezas de las tribus. Ellos sabían que Dios estaba con ellos, y eso con Su ayuda no había nada que no pudieran hacer. Ellos sabían que Dios no les iba a prometer una tierra que no pudieran conquistar. ¿Entonces por que ellos regresaron con un informe negativo?

Su respuesta da la vuelta al entendimiento convencional de los espías. Ellos no tenían, dijo el Rebe, miedo a la derrota. Ellos estaban asustados de la victoria. Lo que le dijeron al pueblo fue una cosa, pero lo que los llevó a decirlo es completamente otra.

¿Cuál era su situación ahora, en el desierto? Ellos vivían en una cercanía y proximidad continua con Dios. Ellos bebieron agua de una roca. Ellos comieron mana del cielo. Ellos estaban rodeados de las Nubes de Gloria. Los milagros los acompañaban a lo largo del camino. ¿Cuál sería su situación en la tierra? Ellos tendrían que pelear guerras, arar la tierra, plantar semillas, juntar la cosecha, crear y sostener un ejército, una economía y un sistema de bienestar. Ellos tendrían que hacer lo que cualquier otra nación hace: vivir en el mundo real del espacio empírico. ¿Qué pasaría entonces con su relación con Dios? Si, Él estaría todavía presente en la lluvia que haría crecer los cultivos, en las bendiciones del campo y de la ciudad, y en el Templo en Jerusalén que ellos tendrían que visitar tres veces al año, pero no visiblemente, íntimamente, milagrosamente como Él estaba en el desierto. Esto es a lo que le temían los espías: no al fracaso pero al éxito.

Esto, dijo el Rebbe, fue un noble pecado, pero pecado en fin. Dios quiere que nosotros vivamos en el mundo real de las naciones, economías y ejércitos. Dios quiere que nosotros, como el Rebbe lo pone, creamos «una morada en el mundo de abajo». Él quiere que nosotros llevemos la Shejina, la Divina presencia, hacia la vida de todos los días. Es fácil encontrar a Dios en la reclusión total y escapar de la responsabilidad. Es difícil encontrar a Dios en la oficina, en los negocios, en las granjas y campos y en las fábricas y finanzas. Pero es ese duro reto al que estamos llamados: crear un espacio para Dios en el medio del mundo físico que Él creó y siete veces pronunció bueno. Eso es lo que los diez espías fracasaron en entender, y eso fue un fracaso espiritual que condenó a una generación entera por cuarenta años ambulante.

Las palabras del Rebbe siguen sonando verdaderas hoy incluso más fuertemente de lo que lo hicieron cuando las dijo por primera vez. Son una profunda declaración de la tarea judía. Son también una fina exposición de un concepto que entró a la psicología recientemente – miedo al éxito (3). Nosotros estamos todos relacionados con la idea de miedo al fracaso. Eso es lo que nos mantiene a muchos lejos de tomar riesgos y preferimos quedarnos en nuestra zona de confort.

No menos real, es el miedo al éxito. Queremos ser exitosos: entonces nos decimos a nosotros mismos y a otros. Pero muy seguido e inconscientemente tememos lo que el éxito pueda traer: nuevas responsabilidades, expectativas que tengan sobre nosotros otras personas que puedan ser difíciles de llenar, y muchas más. Entonces fracasamos en convertirnos en lo que nos hubiéramos convertido si alguien nos daba fe en nosotros mismos.

El antídoto al miedo, tanto al miedo al fracaso como al miedo al éxito, reside en el pasaje con el que termina la parasha: el mandamiento del tzitzit (Num. 15: 38-41). Tenemos el mandamiento de poner los flecos en nuestras vestiduras, tejiendo entre ellos un hilo azul. Azul es el color del cielo y de los cielos. Azul es el color que vemos cuando miramos hacia arriba (al menos en Israel, en Gran Bretaña, muchas veces vemos nubes). Cuando aprendamos a ver hacia arriba, sobrepasamos nuestros miedos. Los líderes dan confianza al pueblo enseñándoles a ver hacia arriba. Nosotros no somos langostas hasta que pensamos que lo somos.

(1) Rosabeth Moss Kanter, Confidence, Random House, 2005, 325.
(2) David Landes, The Wealth and Poverty of Nations, London, Little, Brown, 1998, 524.
(3) Algunas veces llamado «Jonah el complejo» en honor al profeta. Ver Abraham Maslow, The farther reaches of human nature, Harmondsworth, Penguin, 1977, 35-40.

Fuente: Radio Jai