Estaba llevando a mi hermana al aeropuerto en mi coche un domingo a la tarde. Todos mis hijos estaban en el auto conmigo y estábamos escuchando música, disfrutando de la compañía mutua y pasándola lo más bien.

No me molestó el hecho de estar conduciendo detrás de uno de esos camiones que llevan todo tipo de objetos de metal (heladeras, muebles viejos, partes de artefactos, etc). Aquí en Chicago estos camiones se ven a diario y hasta el día de hoy jamás les había prestado mucha atención.

Pero en este día en particular, un sofá que estaba atado precariamente al camión con un pedazo de soga se soltó y a toda velocidad se dirigía hacia mi auto! En mi mente el tiempo se detuvo y fue consciente de cada milisegundo. Sentí pánico, como si el final de mi vida fuera inminente, Dios no lo permita. Allí estaba yo, con el auto lleno de niños y la carretera llena de vehículos, sin poder doblar ni a la derecha ni a la izquierda. Había autos atrás y estaban demasiado cerca. Si yo frenaba, me iban a chocar de atrás. El sofá venía a toda velocidad y no tenía botón de “expulsión”. ¿Qué podía hacer?

Le pedí ayuda a Dios a los gritos, cerré los ojos y presioné el freno. Pasamos de 60 a 0 en un segundo. Las ruedas chirriaron, mi hermana dio un grito tremendo y allí estábamos, parados en medio de la carretera. Cuando abrí los ojos, me quedé shockeada. Estábamos todos con vida, el auto estaba entero, el parabrisas, intacto y hasta los autos atrás estaban bien. El camión enfrente y todos los demás autos siguieron viajando como si nada. Y el sofá. ¿Qué pasó con el sofá que salió volando? No entendí. ¿Adónde fue? ¿Acaso era posible que me hubiera imaginado toda la escena? Recién cuando traté de seguir conduciendo me di cuenta de que el sofá estaba atascado entre mis dos ruedas delanteras.

A esta altura ya había muchas bocinas y mucha conmoción detrás de mí. A duras penas pusimos el auto al costado de la ruta, y mi hermana y yo salimos del auto y como dos dentistas extrayendo un molar de un dinosaurio extrajimos el sofá de mi auto. Lo tiramos lo más lejos que pudimos, subimos al auto y proseguimos el viaje.

Shockeada por lo sentí que era una experiencia traumática, era obvio que nos había ocurrido un milagro muy especial.

Es mucho más fácil aceptar el plan de Dios cuando nos salvamos de estrellarnos, cuando tenemos éxito en los negocios, cuando alcanzamos un objetivo o cuando se hacen realidad nuestros sueños. Pero cuando las cosas no salen como esperábamos, cuando la vida “es injusta” o cuando nos va mal, es mucho más difícil aceptar que Dios tiene el control de todo lo que pasa. Pero ¿por qué? ¡Si se trata del mismo Dios!

Si el sofá hubiera impactado en mi parabrisas, Dios no lo permita, y hubiera producido un terrible accidente, ¿también estaría igual de emocionada por el control que tiene Dios de las cosas que estoy ahora? Por mucho que me cueste admitirlo, creo que es más probable que le echara la culpa al chofer descuidado que no ató el sofá como corresponde. O me echaría la culpa a mí misma por haber aceptado llevar a mi hermana al aeropuerto. Por naturaleza, el ser humano echa la culpa a alguien cuando algo le sale mal.

Pero ¿quién dijo que todo debe ser normal? Nuestro desafío consiste en elevarnos por encima de la naturaleza humana e internalizar el hecho de que Dios está en control de todo lo que sucede, tanto si nos gusta el resultado como si no. Y todo es bueno, tanto si lo entendemos como si no.

¿Suena imposible?

No sé ustedes, pero yo lo haré “cuando vuelen los sofás”!

Fuente: Breslev en Español

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