(AP/Carolyn Kaster) (AP/Carolyn Kaster)
Barack Obama

La Administración Obama está lanzando potentes señales de que después de las elecciones presidenciales podría tratar de dar un golpe de mano para la resolución del conflicto israelo-palestino en Naciones Unidas. A pesar de las reiteradas invitaciones del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, al presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abás, a reunirse sin condiciones, la situación sigue en punto muerto. Algunos culpan a la falta de voluntad palestina para reconocer a Israel como el Estado-nación del pueblo judío y para hacer concesiones en el denominado derecho al retorno. Otros –incluida la actual Administración de EEUU– cargan la mayor parte de la culpa sobre los hombros del Gobierno Netanyahu por seguir construyendo en la Margen Occidental, con la reciente aprobación de entre 98 y 300 nuevas viviendas en Shiloh. Sean cuales sean los motivos –y son complejos y poliédricos–, el presidente Obama debería resistir cualquier tentación de cambiar, en sus últimas semanas en el cargo, una antigua política estadounidense: que sólo unas negociaciones directas entre las partes lograrán una paz duradera.

En concreto, Obama debería vetar la resolución que se prevé presente Francia en el Consejo de Seguridad para poner en marcha una conferencia de paz internacional bajo los auspicios de la ONU. En líneas generales, es probable que la resolución francesa pida:

Fronteras basadas en las líneas de 1967 con un intercambio acordado de tierras equivalentes; acuerdos en materia de seguridad que preserven la soberanía del Estado palestino y garanticen la seguridad de Israel; una solución negociada, justa y equitativa para el problema de los refugiados; un acuerdo para que Jerusalén sea la capital de ambos Estados.

Estas directrices podrían parecer razonables. De hecho, se parecen llamativamente a las ofertas rechazadas por los líderes palestinos en 2000 y 2001 y presentadas por el primer ministro israelí Ehud Barak y el presidente de EEUU Bill Clinton –y en 2008 por el primer ministro israelí Ehud Olmert–. La ONU, sin embargo, se ha descalificado para desempeñar cualquier función constructiva en el proceso de paz. Sus recientes intentos de intervenir en el conflicto han dado lugar a una serie de desastres sin paliativos. El denominado Informe Goldstone, cuyo cometido era investigar las acusaciones de crímenes de guerra que se habrían cometido durante la intervención israelí en Gaza en 2009, era tan sumamente tendencioso contra Israel que el propioRichard Goldstone tuvo que retractarse de algunas de sus conclusiones principales en 2011.

Desde entonces, la ONU no ha hecho nada para asegurar a Israel que puede ser un foro imparcial para las negociaciones. Sólo en el último año, ha tomado a Israel como blanco de sus críticas en temas como los derechos a la salud y –para mayor ridículo– los derechos de la mujer, sin mencionar siquiera a regímenes cuyo historial en estas cuestiones es francamente abominable. Sólo en el último año, la Asamblea General de la ONU ha adoptado al menos veinte resoluciones diferentes con Israel en el centro de sus críticas. Más recientemente, la Unesco intentó borrar milenios de historia judía en relación con el Monte del Templo de Jerusalén. Así las cosas, EEUU no debería confiar en que Israel reciba la debida atención en cualquier conferencia de paz que esté patrocinada por la ONU.

Como dijo Netanyahu en su último discurso ante la Asamblea General: “El camino a la paz pasa por Jerusalén y por Ramala, no por Nueva York”. Es decir, que el único camino para avanzar en el proceso de paz israelo-palestino son las negociaciones bilaterales entre las partes. Netanyahu y Abás deben sentarse y llegar a un acuerdo para asumir dolorosos pero necesarios compromisos con el objetivo de crear un Estado palestino y a la vez atender las preocupaciones de Israel sobre seguridad, así como las realidades sobre el terreno. Resoluciones como la propuesta por los franceses minan dichos esfuerzos alentando a los palestinos a creer que las negociaciones directas –y los sacrificios mutuos que podrían conllevar– son innecesarias, y que pueden lograr un Estado contando únicamente con las resoluciones de la ONU. También harían más difícil, si no imposible, que la Autoridad Palestina aceptase algo menos de lo que ya le ha dado la ONU, lo que a su vez garantizaría el fracaso de cualquier negociación realista.

Es por esta y otras razones por lo que EEUU ha mantenido durante mucho tiempo la política de vetar –o frustrar– los intentos de la ONU de interferir en el proceso de paz incluso cuando se estanca. El presidente Obama dijo en 2013:

Queremos ver un Estado palestino independiente, viable y contiguo [a Israel] que sea la patria del pueblo palestino. La única manera de lograr ese objetivo es mediante las negociaciones directas entre los propios israelíes y palestinos.

Hillary Clinton también ha expresado en anteriores ocasiones su apoyo a unas negociaciones bilaterales, y en su campaña ha dicho que “no se puede imponer una solución a este conflicto desde fuera”. También lo ha dicho Donald Trump.

Sin embargo, al parecer, varios funcionarios y exfuncionarios de Obama han aconsejado al presidente que apoye, o que al menos no vete, la resolución francesa, así como una iniciativa unilateral palestina para que la ONU declare ilegales los asentamientos israelíes. Sería un error –antidemocrático, por lo demás– que Obama revirtiera unilateralmente décadas de política exterior estadounidense en su fase de pato cojo. Después de todo, su Administración vetó en 2011 una propuesta palestina unilateral, casi idéntica, que exigía que Israel interrumpiera “inmediata y completamente todas las actividades de asentamiento en territorio palestino ocupado, incluido Jerusalén Este”. Asimismo, Obama ha presionado varias veces a Francia y a otros países europeos para que no presentaran ninguna propuesta relacionada con el conflicto israelo-palestino, en la idea de que tales iniciativas desincentivan las negociaciones bilaterales. Esta es seguramente la visión de la mayoría del Senado, que tiene su propia autoridad constitucional para participar en las grandes decisiones sobre política exterior. De hecho, 88 senadores firmaron una carta abierta a Obama en la que pidieron al presidente que vetara cualquier resolución del Consejo de Seguridad sobre el conflicto israelo-palestino.

El periodo comprendido entre las elecciones y la toma de posesión del nuevo inquilino de la Casa Blanca es el único momento en que el presidente puede actuar sin los controles y contrapesos de la democracia estadounidense. Obama no debería hacer nada que pueda atar las manos de su sucesor.

Obama tiene que entender que no podrá lograr una paz duradera en los meses que le quedan de presidencia: hay una multitud de cuestiones complejas y conflictivas –en especial el estatus de Jerusalén, los derechos de los denominados refugiados palestinos y la situación en Gaza– que deben ser abordadas en profundidad a fin de que se logre una paz duradera. Sin duda, nuestro próximo presidente tendrá que adentrarse otra vez en el proceso de paz israelo-palestino. La nueva Administración deberá, con el acuerdo del Senado, disponer de plena flexibilidad para hacer lo que considere apropiado. No debería verse bloqueada por unos parámetros heredados de un presidente desesperado por asegurar una victoria política en el corto plazo que a la larga dificultaría aún más que se logre una solución al conflicto.

Si Obama considera que debe involucrarse para intentar romper el bloqueo antes de dejar el cargo, debería proponer que el actual Gobierno israelí ofrezca propuestas similares a las ofrecidas en 2000, 2001 y 2008, y que esta vez los líderes palestinos las acepten en negociaciones cara a cara. Pero no debería emprender acciones (o dejar de emprenderlas) que puedan invitar a la ONU a implicarse en el proceso de paz; una implicación que aseguraría el fracaso de cualquier intento de un futuro presidente para promover una paz negociada.

Deberíamos escuchar las opiniones de los dos candidatos sobre si EEUU debería apoyar o vetar una resolución del Consejo de Seguridad que les pueda atar las manos en caso de que resulten elegidos. Aún no es demasiado tarde para impedir que Obama destruya cualquier perspectiva realista de paz.

Por: Alan Dershovitz

© Versión original (en inglés): Gatestone Institute
© Versión en español: Revista El Medio

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