Durante veinte años sembró impunemente el terror y la confusión por todo Oriente Medio. Como comandante de los Cuerpos de la Guardia Revolucionaria Islámica (CGRI), Qasem Soleimani fue el cerebro del máximo patrocinador estatal del terrorismo, además del segundo individuo más poderoso en esa opresiva teocracia islamista.
No importaba cuánto caos provocara; se creía intocable. Y tres Administraciones estadounidenses, tanto demócratas como republicanas, validaron esa creencia dejando pasar las oportunidades que se les presentaron de matar a un hombre con las manos empapadas de sangre; sangre de numerosos estadounidenses e incontables sirios, libaneses, israelíes, etc.
Pero tras orquestar varios ataques contra las fuerzas norteamericanas en Irak y organizar un asalto a la embajada de EEUU en Bagdad, el crédito de impunidad que le extendieron la comunidad internacional y sucesivos presidentes estadounidenses se agotó.
Cuando un dron estadounidense lo mató –junto al líder de los terroristas iraquíes auxiliares de Irán–, lo que se produjo fue algo más que un ajuste de cuentas. Fue una proclamación al mundo de que las viejas reglas, por las cuales Irán había podido hacer lo peor contra Estados Unidos, Israel y Occidente sin arrostrar jamás las consecuencias, habían dejado de regir.
Al igual que su decisión de reconocer Jerusalén como la capital de Israel y trasladar allí la embajada estadounidense en el Estado judío, el hecho de que autorizara el ataque contra Soleimani proclama que Trump ha desechado los códigos de política exterior que constreñían a EEUU en el pasado; unos códigos que acabaron blindando a personajes nocivos como Soleimani.
No hay forma de saber hasta dónde llegará el régimen iraní en represalia por el tremendo golpe que ha recibido. Tanto los ciudadanos como los intereses estadounidenses corren ahora peligro. Sin embargo, también es posible que, como sucedió cuando Trump reconoció Jerusalén y trasladó allí la embajada, se estén exagerando las predicciones apocalípticas.
Lo que sí sabemos es que puede que estemos en un momento crucial en la historia del Oriente Medio moderno. Durante cuarenta años, desde el advenimiento de la República Islámica, el régimen de los ayatolás ha podido perseguir sus objetivos de hegemonía regional a través del terrorismo y la subversión, mientras Occidente actuaba como si no pudiera o no intentara hacer demasiado al respecto.
De hecho, el principio rector de la política exterior de la Administración Obama fue el de apaciguar y amoldarse a los iraníes, hicieran lo que hicieran. El presidente Obama afirmó que confiaba en que el acuerdo nuclear que había negociado con Teherán en 2015 permitiera al régimen iraní “llevarse bien con el mundo”. Pero los ayatolás no querían esa oportunidad. Lo que querían era el sello de aprobación de Occidente para su programa nuclear y acceder a los mercados internacionales para vender el petróleo que financiara a sus terroristas predilectos, empezando por los CGRI. Camelaron a Obama para que hiciera una concesión tras otra en las negociaciones, hasta el punto de que el acuerdo garantizó de hecho que Irán acabara dotándose armamento nuclear y enriqueciéndose, y reforzó al régimen de los ayatolás, que de inmediato redobló su aventurismo regional, causando estragos en Siria, consolidando su control sobre el Líbano y tratando de conseguir lo mismo en Irak.
La premisa de muchas de las críticas a la decisión de Trump de eliminar a Soleimani se basa en una suposición falsa. Los que lamentan que el presidente haya desechado el saber convencional actúan como si hubiese contravenido una tradición que salvaguardaba los intereses y las vidas estadounidenses. Pero no era así, ni por asomo.
Lo que sucedió en Siria mientras Irán y su aliado, el presidente Bashar Asad, arrasaban el país fue una consecuencia directa del apaciguamiento estadounidense. Lo mismo cabe decir de la capacidad iraní para hacerse con el control del Líbano a través de sus secuaces de Hezbolá. Y, en las últimas semanas, los intentos de Teherán de hacer lo mismo en Irak conllevaron ataques directos a los estadounidenses, que culminaron con el asalto a la embajada en Bagdad, lo que suscitó inquietantes evocaciones de la debacle de Bengasi (2012) y la toma con rehenes de la embajada estadounidense en Teherán (1979).
El argumento contra la política exterior de Trump es que sus acciones no están correctamente ponderadas, desoye los consejos de los expertos y los aliados y pone en peligro la paz en la región y en el resto del mundo. En concreto, los miembros de la Administración Obama dicen que Trump está desperdiciando las oportunidades para la paz que creó el pacto nuclear.
Pero es que lo cierto es lo opuesto. La muerte de Soleimani no provocará una guerra. Irán de hecho lleva ya años librando una guerra nada fría contra Estados Unidos y sus aliados. Al igual que la muy necesaria decisión de Trump de retirarse del peligroso acuerdo nuclear y volver a imponer sanciones a Irán –e incluso añadir algunas nuevas–, la operación contra Soleimani deja claro a los líderes iraníes, tal vez por primera vez, que de ahora en adelante van a ser ellos los que acarreen con las consecuencias de sus provocaciones, no sólo sus enemigos o una población indefensa que clama bajo su despótico yugo.
Jugar con unas normas que servían a los intereses de un régimen canalla es lo que ha venido poniendo en peligro las vidas e intereses estadounidenses, al hacer más fuerte a Irán y que los ayatolás se sintieran menos constreñidos a la hora de emplear sus métodos brutales y sanguinarios.
Es de esperar que los restantes jerarcas iraníes hayan escarmentado, y que estén furiosos por lo que le ha ocurrido a su indispensable hombre para el terrorismo. Tal vez comprendan que las tornas han cambiado y que ya es hora de que empiecen a retroceder, no vaya a ser que se vean enredados en un conflicto donde tendrían mucho más que perder que Estados Unidos.
Ocurra esto o no, también ha llegado la hora de que los charlatanes dejen de pretender que el problema es Trump. Desde hace mucho ya hacía falta que alguien se atreviera a romper con un estado de cosas que perpetuaba el poderío y la violencia iraníes. Con independencia de lo que ocurra ahora, un mundo en el que el principal promotor estatal del terrorismo tema a Estados Unidos no puede ser peor que uno donde los ayatolás no sientan más que desprecio ante la resolución de Washington a la hora de defender los intereses estadounidenses.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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