En noviembre de 1947, mientras los judíos del Mandato Británico en Palestina salían a bailar a las calles – tras la votación en Naciones Unidas de la partición en dos estados del territorio que les había prometido al final de la Primera Guerra Mundial el parlamento inglés -, el mundo árabe se preparaba para la guerra.
El pasado martes, mientras los israelíes celebraban 69 años de autodeterminación, algunas de las mismas naciones que se opusieron a la creación de un estado árabe entonces llevaron al foro internacional de la educación y la cultura una nueva propuesta sin mayor valor que el declarativo, que intenta desvincular a Israel de su capital, Jerusalén, sobre una parte de la cual le impone una orden de alejamiento no ya de su aire y su superficie, sino incluso de su subsuelo, donde se encuentran esperando hace milenios las pruebas de ese mismo vínculo histórico.
Y en el corazón de la ciudad se encuentra el monte sobre el que se elevó dos veces el Templo, y en cuya cima los judíos del mundo nos imponemos la prohibición de rezar, por desconocer si lo hacemos pisando el ombligo del mundo, el Sancta Santorum, el mismo suelo que sustentó el Arca con las Tablas de la Ley: profanado y robado por imperios tan inmensamente poderosos como desaparecidos. Los antiguos mapas de la Tierra plana solían mostrar a Jerusalén como centro y punto de confluencia no sólo del universo sino también como puente con las esferas celestiales. Como el ombligo humano, la ciudad es la cicatriz visible, en este caso de la separación entre la geografía espiritual y la material. La reliquia máxima.
Pese a ello, pasaron casi cinco siglos desde que fuera arrebatada por los musulmanes a los bizantinos hasta que los cristianos europeos organizaran una reconquista que sembró su camino de víctimas judías. Y para quienes la mantuvieron bajo su dominio durante más de un milenio, nunca adquirió la categoría que le valiera orientar a ella sus plegarias. Mientras, cada Pascua judía finaliza con la promesa de volver a subir a Sión, la montaña que la corona; un vínculo umbilical del que es ejemplo el himno “Hatikvá”, que paradójicamente y desde hace más de un siglo no menciona al país que representa (Israel) sino que acaba con el deseo de “ser un pueblo libre en nuestra patria, la Tierra de Sion en Jerusalén”. ¿Hay acaso alguna otra nación que haya cedido tal puesto de honor en su símbolo patrio?
Como las “celebrities”, los judíos a veces envidiamos el anonimato y falta de reacción automática a la identidad de una gran parte de ciudadanos de este mundo. Pesa bastante que te vean como el ojo de tantos huracanes y la semilla de tantas tempestades sólo por no haber olvidado de dónde venimos y a dónde dirigimos (desde que somos lo que somos) nuestros corazones y pensamientos.
Jorge Rozemblum
Director de Radio Sefarad
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